II
Rápido, rápido, no perdamos
más tiempo. A la hora en que las explicaciones eran más que nunca necesarias,
optamos por reunirnos melancólicos sobre la alfombra, como pieles rojas en pow-pow, y nos bebimos
un cuarto de botella de coñac que Susana fue a traer con su silenciosa
eficacia. Marta reposaba la cabeza en el hueco del hombro de Renato y lloraba
mirando los dibujos de la alfombra, bebía y lloraba alternadamente mientras
Susana me dejaba buscarle la palma de la mano y cosquilleársela. Ya era
medianoche cuando terminamos las vueltas del coñac y nos miramos vagamente
aliviados y turbios.
–Hay que llevar a Marta a
alguna parte –me dijo Renato concisamente–. No la llevés
a su casa.
–Ni a su casa ni a ningún
lado –respondí–. Yo no la llevo, yo me quedo aquí hasta mañana.
–Pero no la podemos dejar
irse sola.
–Sí, puedo irme sola –gruño
Marta por debajo de un mechón de pelo.
–Usted se calla –dijo
Renato, apretándole el brazo–. Susana...
–Está bien, la llevaré yo –(“Ayúdanos, Sú”).
–¿Adónde? –pregunté.
–A tu casa, por ejemplo. Yo
me quedaré con ella si es necesario y mañana cada sapo a su pozo.
Mañana.
–Yo no me quiero ir –dijo
Marta, escupiendo el mechón de pelo que se le metía en la boca–. Aquí hay alfombras,
sillones, mesas. Yo puedo dormir con Susana, o en el living.
Parecía aceptar que no
íbamos a llevarla a su casa, que esa noche su casa no era de ella. Resistió
todavía un momento más, pero había bebido demasiado y Susana se la llevó para
lavarle la cara mientras yo bajaba a conseguir un taxi. Las vi
salir del ascensor como dos hermanitas, apretadas del brazo, Marta bordando
unas eses inacabables que Sú corregía lo mejor
posible. Las ayudé a subir, y vi que se sentaran
cómodas. Entonces Marta cerró los ojos, instantáneamente dormida, y Susana me
agarró la mano.
–Yo tendría que quedarme con
usted, Insecto.
–No. Yo estaré con Renato
toda la noche. Mañana...
Mañana. Qué imbéciles,
todos.
–La llave del departamento
–dije–, es un poco dura; apriete fuerte hacia la izquierda. Y descanse bien.
Marta lloraba dormida; esta
última imagen mía de Marta, como ver una fotografía de alguien que está del
otro lado del mar, y ha cambiado mucho, y no quiere admitirlo, y entonces
llora.
–Bueno –le dije a Renato–.
¿Qué te parece si hacemos juntos la vela de armas?
–Claro. Ponemos aquí el
sofá, y las luces que den hacia ese lado.
Ordenamos todo, y yo me
llevé a la cocina los restos del festín; tuve que trasladar a Thibaud-Piazzini a una repisa de
mármol para acomodar los vasos y los platos en la mesa grande. Entraba un
airecito fresco por el ventanal y la noche era de una serenidad casi literaria.
Cuando todo estuvo listo, Renato fue hasta el cuadro y quitó la enorme mancha
amarilla. Hundido en mi sofá, miré la figura menor, el rostro empequeñecido
pero muy claro de Renato que iba a entrar a la casa, y la figura del primer
plano, la figura de Jorge con la espada.
Pensé que hubo dos espadas
que se llamaron Colada o Excalibur, también podíamos
los porteños tener una que se llamara Laura.
Pasamos charlando toda la
noche, y al amanecer vi cómo Renato destruía su
cuadro, lívido por la trasnochada y el tabaco, pero muy entero.
Yo decidí iniciar el día
cumpliendo con un pequeño ritual que me parecía importante. Hice un paquetito muy mono con un recuerdo del Vive como Puedas,
dije adiós a Renato y salí con el alba. El frío me hizo andar ligero hasta que
encontré un taxi, y en quince minutos estuve en la casa de los Vigil. Con la llave que me habían dado tiempo atrás me abrí
camino hasta la sala que comunicaba al dormitorio de Jorge, y encendiendo una
lámpara que iluminaba un rincón de lectura, dispuse el paquetito
sobre la mesa, con el nombre de Jorge claramente escrito. Había un gran
silencio en la casa, y yo imaginé a Laura y a Jorge durmiendo enlazados, en un
abandono infinito de sábanas y sueños.
Después camine por calles
que me iban llevando despacio hacia mi casa, dando tiempo a que se levantara el
sol y Susana despertara a Marta para iniciar el día. Hasta entonces prefería dejarlas
solas en casa, y me entretuve pensando en Jorge, en la cara de Jorge al
encontrar el paquetito, al abrirlo y encontrar el
recuerdo del Vive como Puedas, la cabeza de Thibaud-Piazzini como un buen recuerdo del Vive como Puedas.
Buenos
Aires,
Carnaval de
1949.
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