V
I
Un día vendrá en que los
acaecimientos que verdaderamente importan serán fijados con un lenguaje libre
ya de toda ordenación formal, y sin que una prematura entrega a la pura
expresión poética torne incierto o inteligible el instante perfecto que se
quiere solemnizar. Opto aquí por la constancia histórica, los seis pesos veinte
que pagué con visible fastidio al chofer del taxi, la carrera liviana hasta el
departamento de los Lozano. Una rápida previsión me aseguró que Susana me
abriría la puerta, de modo que cuando vi a Jorge me
quedé de una pieza.
–Entrá,
ya era hora de que aparecieras –me dijo, sin darme la mano y con visibles
señales de nerviosidad.
–Decadencia y caída del
imperio romano –saludé, y Jorge se puso tenso y se lo veía pensar apresurado.
–Los doce Césares –respondió
ferozmente.
–Ariel o la vida de Séller/
–Antropología filosófica.
–Historia del libertador don
José de San Martín.
–La cabellera oscura.
–El lobo de mar.
Entonces me tendió la mano,
ya sereno y lleno de chiquillería. Marta y Susana estaban en el living, fumando
y sin hablarse. Conviene señalar que la luz diurna del departamento de los
Lozano procedía casi enteramente del Vive como Puedas, y que Renato había
cerrado herméticamente la doble puerta del taller. Una lámpara baja, en una
mesita lateral, echaba sobre Marta y Susana una especie de jalea de manzanas de
muy desagradable efecto.
–Nos parecía raro que no
estuvieras aquí –dijo Jorge, incluyendo visiblemente a Marta pero no a Susana.
Presumí que Sú no les había dicho nada de su llamado
de la tarde, y fui a sentarme ostensiblemente a su lado.
–Sweet Sue, just you –le canté en la oreja, de pronto enternecido sin
saber por qué–. ¿Cómo anda todo, Sú?
–No sé, realmente –repuso
sonriendo con algún alivio–. Los chicos vinieron esta tarde con la noticia de
la casa, y Renato decidió pintar. Ellos no quieren irse –agregó mirándolos sin
expresión.
Los Vigil
estaban muy juntos, formando uno de sus famosos cuadros alegóricos de
sentimiento fraterno.
–Bien podrías saludar,
Insecto –se quejó Marta–. Sos tan mal educado.
–Poeta de corte clásico y
basta –dijo Jorge con una risa burlona–. Guarda los modales para la hora del
endecasílabo. Pero esta vez estoy tentado a darle la razón, enana. Más de una
semana llevándote a la rastra por todo Buenos Aires, eso acaba con la paciencia
de una ostra como dicen en Alicia. Y
a propósito de Alicia, ¿recitamos el Jabberwocky?
Juntando las cabezas de un
modo tal que hasta Susana tuvo que reírse, murmuraron el poema como en un
trance. Estaban realmente hermosos, tan semejantes y distintos de nosotros, tan
los Vigil en el mundo del Bandersnatch.
Siempre recordaré su voz al llegar a: So rested he by the Tumtum three y el crescendo de alegría (O frabjous day! Calloh! Callay!) para demorarse luego en la repetición maravillosa
del último cuarteto. Sí, estaban encantadores en la penumbra del pequeño
living, y yo cedí otra vez a esa presencia que llevaba consigo el perdón
anticipado y lo exigía sin pedirlo, nada más que mostrándose y siendo. El mal y
el bien cesan de ser contrarios en el brillo de ciertas gemas, y hablando de
brillo he aquí que la puerta del Vive como Puedas se abría de par en par justo
en el momento en que Thibaud-Piazzini
brotaba de la cocina y saltaba con inmensa alegría a su sillón preferido.
–¿Todavía están ahí? –dijo
Renato fingiendo un fastidio que no sentía–. No hay manera de echarlos, a
ustedes. Bueno, vengan, ya está listo.
Marta fue la primera en
llegar a la puerta del taller, pero la cabeza de Jorge estaba pegada a la suya
y los dos miraron al mismo tiempo. Sentí que una mano de Susana buscaba mi
apoyo como un bicho rebullente. Oímos el suspiro de
desencanto de los Vigil.
–Dame tu palabra –dijo
Renato– de que no lo vas a destapar.
Marta y Jorge alzaron la mano
derecha, furiosos pero sometiéndose. El cuadro estaba cubierto por una tela
amarilla, sostenida lejos del bastidor por un marco protuberante que Renato
había instalado a propósito. Alguien encendió las lámparas, y el Vive como
Puedas tomó el aire de las grandes noches. Renato, que no parecía haberme visto
hasta entonces, vino cariñosamente a palmearme los hombros.
–Me alegro de verte,
Insecto. Es bueno que hayas venido, traés con vos el
aire de los exorcismos.
–¡Qué lindo! –dijo Jorge, ya
tirado en su canapé–. Anota eso, Marta, me lo apropio. El aire de los
exorcismos remonta sus sábanas de canela. Maldito sea, por culpa de García Lorca no se puede hablar de canela en un poema. Venga,
venga con su tío.
Y se puso a mimar a Thibaud-Piazzini que nunca le había
tenido mayor cariño y se sometía difícilmente a sus caricias. Susana andaba por
ahí preparando bebidas, Renato continuaba con la mano puesta en mi hombro
mirándome con un afecto que me devolvió por un segundo a la oscura piecita de
la Facultad donde él y yo planeamos lo del cartel contra Farell. De repente me
di cuenta por qué me pesaba tanto su mano, Renato la apretaba deliberadamente
contra mi hombro para no dejarla temblar.
–Tengo un par de cosas que
decirte, viejo –anuncié con una voz destinada a los Vigil–.
Bien puede ser que traiga de veras los exorcismos, por lo menos una noticia que
los incluye.
Renato me miraba, sin
hablar. Se le habían dilatado las pupilas, supongo que por estar de espaldas a
las lámparas; lo supongo solamente.
–Vengo de romperle la cara a
Narciso –dije, incapaz de retener un tonillo de satisfacción deportiva–. Con
este puño, con esta linda manita que tengo yo, la linda manita que Dios me la
dio.
De la penumbra del suelo
saltó Marta, atropellándome casi; sentí que me sujetaba la mano y la miraba a
la luz.
–La tenés
toda raspada –murmuró con asombro. Yo no me hacía ilusiones sobre su
preocupación, indudablemente había querido verificar mis palabras. En silencio,
después de mirarme con aire vago y como ausente, volvió a sentarse al lado de
Jorge que había cerrado los ojos y jugaba a tener sobre el
estómago a Thibaud-Piazzini.
–Qué curioso –dijo Renato,
retirando la mano y mirándome inquisitivo–. Sabés que
esto es realmente curioso, Insecto.
–Completamente de acuerdo
–dije, con el desánimo que sigue a toda enunciación jactanciosa.
–Hasta hace media hora yo me
había convencido de que estaba loco –siguió Renato en voz baja–. Loco de atar, entendés. En un todo contra la corriente, viendo lo blanco
en el sitio de lo negro.
–Porque la noche será negra
y blanca –dije con las palabras de Gérard de Nerval.
–Justo, algo así. Date
cuenta de que sentí eso cuando vos... ¿Pero realmente le pegaste a Narciso?
–Claro que le pegué, a él y
a... –Me pareció que Marta esperaba un relato completo, sentí un perverso deseo
de negárselo, de callar, el ovillo que también ella querría desanudar por
simpatía, pobre prisionera ya liberada sin saberlo–. No va a joder más, tené la seguridad. Pase lo que pase este asunto se detiene
ahí. –Y mostré el cuadro con un ademán que el recuerdo me permite calificar de
majestuoso.
Renato estuvo un segundo
como balanceando mis palabras, después empezó a reírse bajito, con ese
nacimiento de la risa que los actores shakespirianos
hacen tan bien. Impulsivamente me apretó en un abrazo digno de su época de
levantamiento de pesas y profesiones manuales. Oí su voz, metida en mi oreja
junto con una humedad caliente:
–Entonces pinté lo que debía
pintar, Insecto. Creí de veras que me había vuelto loco, pero estaba pintando
la verdad. Vos acabás de liquidar el resto, lo
incomprensible.
Por sobre el hombro de
Renato se divisaba el siguiente panorama: Susana observándome desde la puerta,
una bandeja con copas en la mano. Jorge mirando a Thibaud-Piazzini que estaba muy quieto entre sus brazos. Marta, en
la alfombra, pequeñita y pálida como una figulina,
perdida de toda vivacidad y casi insignificante; ella, casi insignificante.
Renato rompió el abrazo y
fue a buscar la bandeja de manos de Susana. Caminaba sereno, con un aire de
quien no espera ya nada porque, en alguna medida, está más allá de todo. Me
alcanzó una copa y fue a inclinarse junto a Marta, llevándole otra. Vi que le pasaba la mano por el pelo con un gesto casi de
disculpa, y la invitaba a beber.
–Che, qué cosa notable –dijo
Jorge, enderezándose lentamente en el canapé–. Me parece que Thibaud-Piazzini se ha muerto.
Lo puse sobre la mesa de la
cocina y miré largamente a Susana, que me había acompañado sin hablar.
–Parece absurdo, pero un
animal no se muere porque sí –dije, sacando mi pañuelo para secarle a Sú una lágrima que le corría por la cara–. Todos estamos
expuestos a un síncope, pero un gato no.
Susana seguía mirando hacia
la puerta, a través de la pared del pasillo estaba contemplando el Vive como
Puedas; de pronto medí el odio seco y reluciente que habitaba esa mirada, y que
nunca su voz o gestos traicionarían.
Le puse el brazo en el
hombro, la atraje contra mí y la besé en la nuca, en la garganta. Se
abandonaba, blanda, pero seguía lejana y desasida; no era mía.
–Ya sé, Sú,
ya sé –dije con el balbuceo que quiere exceder las palabras y acercase al
llanto ajeno–. Comprendo tantas cosas, pero esta noche...
Me miró por primera vez.
–Esta noche –repitió–.
Claro, esta es la noche de ellos, ¿verdad?
Pasé la mano por el sedoso flanco
de Thibaud-Piazzini.
–Ya no de ellos, Sú. Marta no es más que una pobre cosa, ahora. La han
abandonado, y se está dando cuenta poco a poco. Marta era una carta falsa en
este juego; ya está boca arriba, invalidada, inútil. Pobrecita.
Sú se apretó contra mí como si yo hablara de ella, y nos
becamos sin deseo pero con un asomo de paz que nos hizo mucho bien. Pensé si
quedaba otra carta en juego, y que la noche apenas empezaba. Apreté el talle de
Susana y volvimos juntos al Vive como Puedas donde Renato argumentaba, con
gestos exagerados la previsión en Paolo Ucello. Jorge
estaba muy callado después de su descubrimiento, y sólo Marta replicaba con
animación, tal vez movida por un hábito de controversia que la erizaba frente a
Renato. Decidimos no cenar en homenaje a Thibaud-Piazzini, y se acordó que Jorge cruzaría al restaurant de enfrente para traer una pila de sandwiches y vino. Renato le dio dinero y los tres llegamos
charlando hasta la puerta; yo busqué la mirada de Renato apenas se hubo
marchado Jorge.
–¿Me querés
decir qué es eso del cuadro tapado, todo el chiqué
idiota de “pinté lo que debía pintar” y el resto?
–No te hagás
el enojado que te queda horrible –dijo como si no acabara de convencerse–. ¡Qué
bárbaro!
–Alguien tenía que hacerlo
alguna vez –dije con alguna burla hacia él. Pero Renato no reparaba jamás en
esas alusiones.
–Con razón todo está
cambiado, ahora –murmuró–. Hay que velar la espada, Insecto, porque mañana...
Es demasiado cambio, sabés, y uno de esos cambios que
no se toleran.
–Lo único que se tolera son
los cambios –dije con mi habitual ingenio–. A vos te revienta la inmovilidad y
la reiteración. De manera que menos vela de espadas y más claridad. ¿Me vas a
decir o no me vas a decir qué mierda para?
Se puso a reír, pegándome
con el revés de la mano en la mejilla. Parecía feliz pero como si una absoluta
desdicha pudiera asumir los gestos y el aire de la felicidad.
–Mañana, Insecto; total vos
te vas a quedar aquí toda la noche. No me quités este
ahora, mirá que...
Y me empujó irresistiblemente
al Vive como Puedas donde Susana y Marta preparaban una mesita sin mirarse, y
del pickup
salía la voz de Hugo del Carril; que el bacán que te aclama tenga pesos
duraderos / que te abrás en las paradas con cafishos milongueros / y que digan los muchachos: “Es una
buena mujer”.
–Cuatro de jamón crudo,
cuatro de cocido, cuatro de queso, cuatro de anchoa y cuatro de salame –anunció
Jorge–. Cinco clases de sándwiches y cuatro de cada clase. Hice bien la cuenta,
le tocan cuatro a cada uno y se puede elegir de todas las clases menos de una.
Yo sacrifico el queso. Aquí hay poca luz, mehnlitch por favor. Y saquen ese
disco porque vomito.
Marta fue al amplificador y
puso otra vez Mano a Mano.
–Imaginate
que estás oyendo Madame Butterfly –dijo–. Vos sos Pinkerton. Lindo nombre, Pinkerton.
Beba malta, Pinkerton, lávese con jabón Pinkerton. –Nos miró en redondo, un poco desconcertada–.
Qué funeral es esto, gentes... Claro, en realidad es un funeral... –La vi que evitaba mirar a Susana, un choque como de cristales
finísimos, de ampolla de inyecciones resonaba en la nada y solamente yo lo
percibía. Alguien me pasó un vaso de mosela, me lo
bebí de un trago y vi a Renato que vaciaba su copa y
volvía a llenarla, mirando el techo.
–Reparto sandwiches
a la concurrencia –dijo Jorge, sentándose en el suelo de modo de quedar en el
medio de los cuatro–. Uno para la foca, otro para el osito, este de aquí para
el lys de la vallée, y
finalmente un cuarto para el mantis religioso. Tomá
este de salame, Insecto, se adecúa con tu alma
silvestre y a veces fragante. Yo te quiero mucho, Insecto. Sos
un objeto de los que casi no quedan. Lástima que la enana te acapare tanto, de
lo contrario trataría de fomentar tu amistad. ¿Te leo un poema, para probarte
mi inteligencia y mi buena cuna? Pero antes debería contar con detalles lo de
Narciso.
–Callate,
querés –le dijo Marta, tirándole un puntapié a la
rodilla.
–Objection sustained –aprobé–. Todas las cosas
importantes quedan relegadas para mañana. –Y miré a Renato, que seguía bebiendo
con método y desgano.
–¿Iniciamos la sección de
variedades? –propuso, dejando su copa en el suelo y dando media vuelta para
quedar a horcajadas en la silla–. ¿De acuerdo, Sú?
En la pregunta había alguna
afectuosa presión que Susana comprendió tanto como yo. La vi
sonreírse –sí, la vi sonreírse por primera vez desde Jabberwocky–, y asentir.
–Yo puedo hacer mi famoso
número de desaparición en el ropero y vuelta en forma de encomienda contrarreembolso –dijo Sú–. Ofrez[c]o además el truco del sombrero que se convierte en
sopa de arvejas. Renato pone la cabeza y yo la sopa.
Marta y Jorge se miraron con
la antigua complicidad.
–La pareja de hermanos más
célebre de la historia ofrece su concurso –anunció Jorge con voz hueca–. El
distinguido público no tiene más que pedir, y nosotros cumplimos.
–Te daré el gusto que es lo
que esperás –le dije–. Voy a pedir que se lea algún
poema tuyo.
–Lo siento, pero no hay en
existencia. Salvo que...
–Sí, en efecto –asintió Marta–. Salvo que yo encuentre alguno en la
cartera. Bien ensayado, Jorge, bien ensayado. Oigan ustedes, señoras y señores.
Tiene un título para la función.
DEMONS ET MERVEILLES...
De colinas y vientos
de cosas que se denominan para entrar
como árboles o nubes en el mundo
De enigmas revelándose en las lunas
rotas contra el aljibe o las arenas
yo he dicho y esperado
Creo que nada vale contra esta caricia
abrasadora que sube por la piel
Ni el silencio, ese desatador de sueños
Vivir
oh imagen para un ojo cortado
boca arriba
perpetuo
No dijimos nada, comíamos
aplicadamente nuestros sandwiches y Renato nos sirvió
otra vez mosela. Todos queríamos tanto a Jorge, sus
cosas eran tan nuestras (como lo son las nubes o los árboles); se podía ser
feliz escuchándolo por la voz de Marta y no diciendo nada. Hasta que Renato alzó
su copa que brillaba contra las lámparas.
–Salud, oh
cantor de la vida. ¿Puedo pedirte una cosa esta noche?
–Lo que quieras –dijo Jorge.
–Será fácil: un treno, una
bonita lamentación.
Pensamos en Thibaud-Piazzini, pero después en
el mismo Renato que estaba allí con el rostro de las despedidas. Tal vez eso
solamente lo pensé yo, que había escuchado su voz; no me quités este ahora, mirá
que...
Jorge suspiró.
–Lamentación para un pintor
aburrido del mundo. Pero sería acaparar demasiado; mientras sigo
emborrachándome espero aplaudir las habilidades de ustedes. ¿Vos qué sabés hacer, Susana?
–Admirarte, Jorge. ¿No es
bastante?
–Oh,
de sobra. ¿Y el Insecto? ¿A que no nos recitás un
soneto de los tuyos? Con ademanes, bien declamadito... Ya viEne
el cortEjo, ya se Oyen los clAros
clarines... –se detuvo, mirando de reojo a Marta.
–La espada se anuncia con
vivo reflejo –murmuré yo–. Ya van dos veces que este verso salta como un súcubo
donde menos se lo espera. ¿Cuándo se anunciará la espada Renato?
No debía habérselo
preguntado pero no hacerlo era igualmente penoso, estábamos todos orillando
estúpidamente la cosa y creo que el mismo Renato prefirió mi tomada por los
cuernos.
–No esta noche, chicos
–repuso con una distante gentileza–. Mañana, que es la gran palabra, la gran
dispensadora del aplazamiento. Del doman
non c’e certezza. Por eso, oh
florentinos, chi vuol esser lieto, sia. Yo alzo
esta copa de Arizu blanco en recuerdo de Lorenzo el
Magnífico.
–Mañana –repitió Marta,
imitando mecánicamente el brindis–. ¿Cómo pudo imaginarse siquiera la palabra? Demain, tomorrow, mañana, qué
horror. –Vi crisparse la mano que la sostenía erguida
sobre la alfombra. Bebió, mirando el vino al trasluz, y volvió a tirarse en el
suelo con los ojos cerrados. Me hizo un gesto como invitándome.
–Diré un poema pequeñito e
idiota –advertí, muy contento de que me dieran la oportunidad–. No es un
soneto, ni siquiera es poético. Lo escribí después de oírle una canción a Damia, en un disco que después se rompió o fue olvidado en
alguna casa. Es un buen poema, este poema:
JAVA
C’est la java d’celui qui s’en va –
Nos
quedaremos solos y será ya de noche
Nos
quedaremos solos mi almohada y mi silencio.
y estará la
ventana mirando inútilmente
los barcos
y los puentes que enhebran sus agujas.
Yo diré: Ya
es muy tarde.
No me
contestarán ni mis guantes ni el peine,
solamente
tu olor, tu perfume olvidado
como una
carta puesta boca abajo en la mesa.
Morderé una
manzana fumaré un cigarrillo
viendo bajar
los cuernos de la noche medusa
su vasto
caracol forrado en terciopelo
Y diré: Ya
es noche
y estaremos
de acuerdo oh muebles oh
ceniza
con el
organillero que remonta en la esquina
los tristes
huesecillos de un pez y una amapola.
C’est la
java
d’celui qui s’en va –
Es justo,
corazón, la canta el que se queda,
la canta el
que se queda para cuidar la casa.
Lo dije tan bien que hice
llorar a Susana. Pobre Sú que me conocía tanto, y que
lloraba siempre que terminaba una novela de Charles Morgan.
Los Vigil hicieron gestos displicentes de aceptación.
–Parece una de las cosas que
prefería don Leonardo Nuri, nuestro difunto padre
–dijo Jorge–. Pero hay que reconocerle al Insecto un cierto aprovechamiento de
la técnica del primer Neruda, combinado con un sentimentalismo carrieguino que no está del todo mal. –Y se reía, mirándome
con cariño de cachorro. Después dijo que mi fuerte era la poesía gnómica, que
debería poner en verso El Almanaque del Mensajero, y se atoró de tal modo con
un trago de vino y un bocado de jamón que Marta tuvo que pegarle puñetazos en
la espalda. Todavía estaba tosiendo y revolcándose exageradamente en la
alfombra cuando oímos golpearse la puerta de entrada. Los Vigil
se enderezaron, muy juntos. Susana era la más serena, miró a Jorge como
reprochándole haber dejado la puerta abierta, y dio unos pasos hacia el living.
Yo sentí una cosa rara ahí donde todos saben, un tironcito para abajo y a la
vez cosquillas en la nuca, una combinación de sensaciones realmente asombrosa.
Sólo Renato seguía igual, la copa de vino en la mano girando como un pequeño carroussel translúcido.
–¿Quién es? –gritó Marta con
una voz de hipnotizada que no le conocía.
Laura Dinar nos miró muy
seria y atenta, un pequeño bolso entre las manos como si sostuviera un misal. How pure at heart and sound in head, pensé
incongruentemente con Tennyson. Nos miró
uno a uno, inclinando a un lado la cabeza, sin sonreír.
–Es tarde, muy tarde –dijo–.
La puerta estaba abierta, yo los oí hablar.
Susana rompió nuestra
naturaleza muerta (estábamos como pescados en una mesa, Ensor
cien por cien), e hizo el gesto más antiguo del mundo, aparte del de golpear.
Ofrecía el fuego, el pan y la sal, pero Laura se negó con un apagado ademán.
–No, no me quedaré –dijo–.
Vine solamente para llevarme a Jorge.
No será fácil mi olvido de
esa noche, pero nada recuerdo mejor que el movimiento de araña de la mano de
Marta en la alfombra, su prehensión encarnizada en la
manga de la camisa de Jorge que se enderezaba mirando extasiado a Laura. La
mano era nosotros, hasta Susana estaba en la fuerza inhumana de esos dedos que,
sin mostrarlo, querían clavar a Jorge en su sitio, retenerlo de nuestro lado
por siempre.
Pero él, como los héroes en
las altas fábulas, se desasió con un gentil movimiento del brazo, y enderezándose
sin esfuerzo fue hacia Laura que no se había movido.
–Aquí estoy –dijo
sencillamente–. ¿No es estupendo irnos juntos?
IV-III ---- V-II
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