II
La verdad es que hasta ahora
he hablado poco o nada de Renato, su persona emerge más como otra figura
pictórica que como una entidad humana. ¿Qué voy a hacerle? Renato era siempre
así amigo magnífico y gran camarada pero como puede serlo un caracol para otro,
de los cuernos para afuera. Yo desconocía entonces (después ya no me interesó
averiguarlo) sus medios de vida, esa renta que caía como un discreto maná en
manos de Susana y que ella administraba con tanta eficacia. A Susana no se me
hubiera ocurrido preguntarle; uno tiene el orgullo de los amigos, y sonsacar a
las hermanas supone algo de conventilleo que
personalmente repudio, etcétera.
Creo que Jorge fue esa misma
tarde a casa de los Dinar. He aquí otra cosa que nunca sabré con certeza y que
ya no me importa. Sin duda fue temprano (si fue), y estuvo largo tiempo
hablando con Laura, a la hora en que doña Bica y tío
Roberto hacían la siesta, Moña tomaba su lección de esperanto en la academia
del doctor Francois y leía, con ayuda de este último,
el editorial de Renovigo Gazeto. Las
circunstancias no me permitieron nunca interrogar francamente a Laura sobre su
tentativa de coalición con Jorge; y ahora no importa. Con todo, Jorge llegó alegre
y hasta burlón a buscar a Marta que se había quedado en cama hasta mediodía;
los dos conferenciaron brevemente, y luego de telefonear a Renato se marcharon
al Vive como Puedas. Cuando hablaron, Susana oyó a Renato que aceptaba la
visita con una especie de excitada alegría; apenas tuvo un segundo Sú llevó el teléfono a su cuarto y me llamó para avisarme.
Por desgracia yo estaba en la Y.M.C.A., presenciando
el ensayo de un recital de arpa a cargo de un conocido y ayudándolo a hacer
cálculos acústicos.
Hundiendo los dedos en su
negro pelo enrulado, Jorge contempló pensativo a Marta que se paseaba inquieta
delante de Renato. Hacía calor y el cuadro, a un lado del ventanal, parecía una
isla de frío vespertino, en la luminosidad del taller. Renato corrió el toldo y
por el agujero entró un árbol y un pedazo de campo yermo y amarillento.
–Que Marta lea mis últimos
himnos –dijo Jorge, estirándose en el canapé–. Quiero el parecer de Renato.
Dale, enana.
Marta iba a oponerse, pero
asintió como si ganara un poco de tiempo. Era habilísima para leer directamente
de su cuaderno de taquigrafía, reproduciendo inflexiones de la voz de Jorge,
las más sutiles pausas que daban la puntuación.
–Adoro este pequeño poema
que me dictaste desde la cama el otro día, cuando estabas casi dormido. Oí,
Renato.
RESUMEN
Miraré
muchos días la celeste calandria y el río
que felizmente fluyen sin preguntar su nombre ni su
origen
y contemplan sin prisa nacer lunas y puentes
desde sus ojos que olvidan pronto las imágenes.
Entonces volveré
sumiso
a interrogar los espejos que repican mi pausa,
y estaré como nunca al borde de esa estrella
que para todos tiende la sedosa escalera
y resume en un punto final las cosas y su danza.
–Por qué tendrá una que
escucharlo otra vez –se quejó Jorge sin mirarlos–. Qué triste cadáver, qué asco
innoble. Algunos poemas se pudren en seguida como ciruelas, empiezan a tener
ese color violeta y ese tacto viscoso. No leas más, Marta.
–Suena como una cosa
sensiblemente más... artística –dijo Renato, mirándolo desde lo alto de su
metro ochenta–. Y me gusta mucho más que tus hemorragias bárbaras. Perdoná esta opinión que nace de ciertas adherencias, la
regla áurea y el resto.
Marta jugaba con los objetos
de la estantería, tiró al aire una esfera de livianísimo cristal, y la sostuvo
un instante con un dedo. Después vino a sentarse en el suelo, al pie del sofá
de Jorge, y los dos se pusieron a mirar gravemente a Renato.
–No sabemos si el Insecto te
habrá dicho –empezó Marta.
–Hace mucho que no veo al
Insecto.
–Bueno, él me estuvo
ayudando a explorar una idea mía. La idea era buena, y Jorge ya lo sabe. Está
furioso porque no me asocié con él para la búsqueda.
–¿La búsqueda de qué?
–De eso –dijo Marta,
mostrando el cuadro–. ¿No es cierto que era una buena idea?
Renato lo aceptó sin
discusión. Mientras encendía su pipa, los observó sonriendo tristemente.
–Vamos, chicos, adelante.
Pero antes quiero decirte a vos que me alegro de que hayas venido, Marta. Era
estúpido que por lo de la otra noche te encaracolaras.
–No era estúpido –dijo
Jorge, enderezándose sobre un codo–. Hizo bien. Hasta le he perdonado que se
fuera a buscar la casa con el Insecto.
–¿Y dónde está la casa? –dijo Renato, mirándolos
alternativamente con duros ojos atentos.
–No es tanto dónde esté
–repuso Marta–, y eso que está. La encontramos cuando ya nos faltaban las
fuerzas. Pálpitos, míos, zás ahí estaba. Lo triste es
que la casa es de Narciso.
Renato mordió la pipa y se
dio vuelta hacia el cuadro como si esperara ser apuñaleado por la espalda.
–Hijo de mil putas –dijo
suavemente, hasta con una especie de ternura–. De manera que he pintado una
casa de ese perro.
–¿No es grande? –se recogió
lúgubremente Jorge–. ¿No es absolutamente perfecto?
–Hombre, por qué no... Pero
Marta no piensa lo mismo, mirála. A Marta no le gusta
esto nada.
–Bueno, siempre fue una
aguafiestas –dijo resignadamente Jorge–. Además lo de Eufemia tenía bastante
mal gusto, y a la pobre le quedaba el recuerdo. ¿No nos podríamos olvidar de
Eufemia, Martamarta?
–No, Jorgejorge.
Ni Renato ni yo nos podemos olvidar de Eufemia. Yo quisiera darle una chupada a
tu pipa, Renato.
–Vas a vomitar –le previno
Jorge–. Ya te ocurrió con mi narguileh.
–Tu narguileh
tenía perfume –explicó Marta–. ¿Puedo, Renato?
Renato se inclinó para
entregarle la pipa, y su rostro quedó casi a la altura de Jorge. Jorge le pasó
la mano por el pelo con un gesto de camarada. Renato cerró los ojos.
–Qué rico –murmuraba Marta,
ahogándose–. Qué fogata, qué pasto seco.
De la cocina venían Susana y
Thibaud-Piazzini. Los Vigil, que se alunaban fácilmente con Susana, fingieron no
verla y abrazaron entusiastas a Thibaud-Piazzini. Renato se puso a tomar el mate que le cebaba Sú, y un gran golpe de viento agitó el toldo y lo hizo
entrar junto con una calina espesa, arenosa.
–Han encontrado la casa
–dijo escuetamente Renato a Susana–. Y lo lindo es que es de Narciso.
La participación de Susana
parecía afectar a Marta más que antes. Miró a los hermanos con fastidio,
alisándose nerviosamente la falda. Después se levantó y anduvo de un lado para
otro, hasta plantarse delante de Renato con un aire de figurilla de Degas.
–Si yo me pudiera ir, si
algo me cayera encima, un piano o un armario, si me diera la viruela, vos comprendés. Renato que no puedo quedarme más quieta, aquí o
en casa, en Buenos Aires. Hasta de Jorge me separaría ahora, hasta de Jorge y
de vos.
–¿Y de Narciso? –le preguntó dulcemente Susana.
Se dio vuelta como si le
fuera a pegar. Jorge la estaba mirando con un aire a la vez altanero e
interesado. Renato esperaba.
–Ella irá a donde yo vaya
–dijo Marta, tirándose en la alfombra–. Somos la misma cosa. Es ella y no Narciso.
–Si vos quisieras –dijo
Susana, con la misma voz suave de antes– te lo podrías quitar de encima. Le tenés miedo, y te dejás poner la
espada en la mano.
–La espada se anuncia con
vivo reflejo –rió Jorge–. Si ella no se anima, ¿por qué no lo hacés vos, Renato? Rompamos el cuadro, ¿querés?
Ahora mismo.
Lo invitaba, con un aire en
el que Susana leyó un cordial desafío, como alentando una reacción de Renato.
Se puso a su lado, sonriéndole mientras Renato agachaba la cabeza y parecía
pesar su decisión.
–Los árboles juegan con las
esquinas, un moscardón estival rompe los cuadros de la arquitectura –recitó gimnásticamente Jorge–. ¿Vamos a hacer ejercicios verbales?
Yo empiezo y doy la clave: relámpago. Ahí va. Relámpago, lago en la pampa,
lampo del hampa, lámpara de Melanpo, mampara de
campo, estampa y...
–Váyanse –dijo la voz de
Renato, pero como si no fuera él quien hablaba. Permanecía de pie, de perfil a
ellos mirando el aire–. Váyanse de aquí, quiero terminar este cuadro.
IV-I
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