III

 

Me complacen las novelas de Nigel Balchin, su desencanto de la vida que lo lleva a contemplarla a través de héroes frustrados –y por eso más héroes, héroes de verdad como aquel pobre diablo del pie de aluminio que destripa en una playa la bomba de tiempo dejada por los nazis–. Me gustan su estilo ácido, sus buenas encamadas cada tantos capítulos y su elegante rechazo del erotismo como elemento fácil para un thriller. De manera que estaba metido hasta las orejas en My Own Executioner cuando sonó el teléfono y era Susana.

–Lo he estado llamando desde la una –me dijo–. Hablo bajo porque ellos andan en la cocina y pueden oír.

–Yo estaba en la Yúmen–admití–. Un ensayo de arpa. Volví a las tres y media. De tres a cuatro hice dos cosas buenas, empecé una novela de Balchin y escribí un poema que les voy a leer. Es brevísimo, de manera que no proteste, , y oiga:

 

A UN GENERAL

 

Región de manos sucias de pinceles sin pelo

de niños boca debajo de cepillos de dientes

 

Zona donde la rata se ennoblece

y hay banderas innúmeras

y cantan himnos

y alguien te prende, hijo de puta,

una medalla sobre el pecho

 

Y te pudres lo mismo.

 

Me pareció que algo semejante a un quejido se abría paso entre la menudo crepitación que fosforece en la noche del teléfono.

–Por favor, Insecto –murmuró Susana–. ¿No puede venir a casa? Renato... Venga en seguida, se lo pido por favor. Se ha encerrado a trabajar, y yo...

–¿Los Vigil están ahí? –dije, tirando injustamente al suelo el volumen de Balchin.

–Sí, pero los ha echado del Vive como Puedas. Y a mí, y a Thibaud-Piazzini.

–Iré dentro de un rato –dije, sintiendo como una fina vena de agua en la espina dorsal–. Susana necesito ahora mismo el teléfono de Narciso.

–Espere –me dijo, sorpresivamente de acuerdo. Durante la pausa recogí la novela y pedí sentidas disculpas a Balchin. Entonces oí a Susana dictándome el teléfono, y lo que era mejor todavía, el domicilio de Narciso. Parece que Renato lo tenía anotado en un cuaderno, que el cuaderno estaba en la mesita de luz, etc. Juré que iría lo antes posible para allá.

 

 

Era un departamento en Libertad al setecientos. Un lindo sexto piso con jarrones a la salida del ascensor y un estupendo espejo. Me ajusté la corbata antes de tocar el timbre, y no sé por qué ese gesto me dio confianza en mí mismo. Cuando abrieron, el bulto de Narciso ocupaba casi enteramente el hueco de la puerta. Detrás había una penumbra amarillenta y música de Coleridge Taylor.

–Hola –dijo Narciso, sin entusiasmo–. Qué sorpresa.

–Para los dos –dije, ya no tan seguro de mí mismo–. ¿Podemos hablar un minuto? No le telefoneé porque tuve miedo de que lo negaran.

–Ah. Bueno, yo vivo solo aquí. Hubiera atendido en persona.

–Podía haber hecho atender por Eufemia –dije, convencido de que no era precisamente hábil para abrir el fuego pero incapaz de aguantar una rabia que me subía desde abajo. Narciso me miró amablemente y me invitó a pasar. Cuando íbamos por la mitad del pasillo que daba a una gran pieza de estar, oí su voz que respondía:

–Ah, sí, Eufemia. Pero ella no está para esas cosas.

El salón era amplio, decorado con un mal gusto que me enterneció un poco. No quise aceptar el sillón al que me invitaba Narciso, y rechacé hasta la idea de beber un whisky. Preferí decirle, con mi mejor voz:

–Mire, basta de joda. Yo no tengo gran cosa que ver en este asunto, pero entre la calle Gutenberg, Eufemia y la historia del cuadro ya estoy hasta arriba de la cabeza. Vengo a decirle que no creo una palabra en sus fantasmas.

–No los insulte –murmuró apenado Narciso, que se parecía enormemente a Sydney Greenstreet–. Mis aparecidos.

–En especial el pajarraco que hizo la comedia de la espada. ¿Qué razón ha para tener alucinados a los Vigil, y neurasténico a Renato? Ni siquiera admito discutir el asunto con usted. Vengo a ofrecerle y a darle una oportunidad de terminar con esto.

–Pero es que ella no va a querer –se quejó Narciso, mirándome con ojos llenos de aprensión–. Yo sé que ella no va a querer.

–Empecé por decirle que no creo en el pajarraco. Si usted es ventrílocuo, o sugestiona a la gente con penumbra y manos sobre la mesa, yo...

–No, no –dijo quejumbrosamente Narciso–. A ella tampoco le gusta eso, yo lo hago por conservar la tradición. Ya sabe usted que el buen aparecido prefiere el mediodía, la buena luz. ¿No la ve ahí, en ese sofá?

Me di vuelta más rápido de lo que mi dignidad hubiera querido. El sofá era bajo, profundo, de una tela gruesa y roja. Eufemia se sentaba en uno de los lados, muy apoyada en el respaldo. Tenía algo entre las manos, creo que era un crochet o una puntilla, se veía la débil luz mercurial de unas agujas inmóviles. Yo no sentía miedo, más bien un aniquilamiento, una distancia repentina de mí mismo, un deseo de pisotear a Narciso y a la vez de no separarme de esa gorda pantalla de carne fofa que me defendía del sofá.

–Está con su ovillo –me informó Narciso amablemente–. Es un ovillo lleno de nudos, que lleva consigo y trata de desanudar. Le da mucho trabajo, y avanza de a poco.

–Es...

–Sí, es Eufemia, usted comprende que no podía quedarse de su lado después de semejantes palabras. No tema nada, Insecto. Usted... Sí, pertenece al Vive como Puedas, pero es otra cosa.

Retrocedí, colocándome de perfil a Eufemia para verla siempre, y distanciándome de Narciso para verlo mejor. De cerca era insoportable, ese enorme globo caluroso hablándome contra la cara. La puerta quedaba detrás de él, no tenía cómo escaparme; y aunque parezca que me doy corte, no quería escaparme.

–El Vive como Puedas –dijo de repente la voz de papagayo–. El Vive como Puedas.

–Bueno, ahora se largó –dijo Narciso en un soplo, guiñándome un ojo con una lúgubre complicidad–. Pregúntele lo que quiera, pero sin mirarla demasiado de frente. Es más bien tímida, y bada peligrosa si uno sabe tratarla.

Tenía tanto de reclame de parque japonés que estuve tentado de alzar un almohadón y tirárselo a Eufemia para descubrir el truco. Pensé: una querida, una sirvienta, una cómplice. Pero cuando yo había entrado, dos minutos antes, ese sofá... Y la voz, la voz sobre el hombro de Marta.

–Ella tiene la espada –dijo la voz de papagayo–. Ahora golpea, ahora no golpea. Después, después; ahora no golpea, ahora golpea. Ahora, después. Ahora no. Después.

El ovillo era lo único que se movía, se movía entre sus manos con los finos dedos hacía arriba, y los dedos no se movían. Lo que yo había tomado por brillo de agujas de tejer, eran los muchos anillos y pulseras que tenía en las manos.

–Bueno –dijo Narciso con una brusca inspiración que le agitó el pecho y el vientre–, todavía no sé la razón de su cordial visita.

Creo que eso, tanta untuosa superioridad, le hizo perder la partida. Eso, o que tenía que perderla de todos modos. De golpe lo sentí por debajo de mí, Dios me libre de creerme superior a nadie aparte de unos cuantos amigos y poetas, pero era tan evidente que se había puesto a gozar de su ventaja que el horror (¿había sido horror?) se me deshizo de la boca del estómago, y de contragolpe me vino una rabia en la que el miedo metía espuelas y azuzaba toda clase de perros y gatos.

Vigilando siempre a Eufemia, que miraba el piso y agitaba el ovillo con aire preocupado, me acerqué a Narciso y le reuní tres botones de chaleco con la mano izquierda. La derecha la preparé, sin exhibicionismo, para un uppercut de esos que han de recordar más de cuatro jóvenes de la Alianza Nacionalista.

–Oiga bien –dije casi cordialmente–. Tengo demasiado miedo para andarme con contemplaciones. Me aterra la idea de que usted pueda dar una orden cualquiera a eso que está ahí, y que eso obedezca. Tengo tanto miedo que ya no me importa un cuerno de nada. Tendría más miedo de tirarme de este sexto piso, y es lo que debería hacer si aquí quedara sitio para la lógica. En cambio, hijo de una gran puta, le voy a dar dos minutos para que me prometa dejar en paz a Renato.

–No insulte –dijo incongruentemente Narciso–. Me está arruinando la ropa. ¡Eufemia!

Temí como el diablo que fuera una orden, y pegué a ciegas. Después ya seguí, y mientras pegaba me volvía para mirar el sillón. Cuando Narciso quedó de rodillas sobre la alfombra, corrí hasta el sillón entornando los ojos y (como no me atreví a usar las manos) revoleé la pierna en un golpe de savate que me había enseñado mi maestro de francés y le tiré una feroz patada a Eufemia. Le di en la boca del estómago, por encima del sitio donde tenía el ovillo. A mí me parece que el zapato pegó realmente en un plexo solar. Eufemia se dobló en dos y bloqueó varias veces, balbuceando incoherencias. Me eché atrás enloquecido de miedo (ahora tenía miedo otra vez) acordándome de un sueño –pero no acordándome, soñando ese sueño en pleno día otra vez–: en un calvero de selva, yo encontraba un insecto de gran tamaño, un coleóptero que se llamaba el Banto, y lo decapitaba no sé por qué y entonces el Banto empezaba a gritar, el Banto gritaba y gritaba mientras yo sentía cómo el horror me subía por las piernas, y el Banto se desangraba a mis pies y gritaba. (Todo eso lo he contado mejor en una novela inédita que se llama Soliloquio). Y en ese instante Eufemia era el Banto sólo que no sangraba ni gritaba, pero yo sentí el mismo horror que en el sueño y me volví al lado de Narciso que se pasaba un pañuelo por la cara, quejándose en voz baja. Saqué mi pañuelo y le limpié una cortadura que tenía debajo de un ojo; la grasa se corta fácil con los nudillos si uno pega de refilón.

Dando la espalda a Eufemia, enderecé un poco a Narciso y lo llevé hasta el sillón junto a la ventana. Se tiró como un elefante, jadeando, y alzó un brazo para protegerse la cara.

–No sea zonzo, nadie le va a pegar más –dije, un poco avergonzado–. Parece mentira que me haya obligado a... –El recuerdo de lo que había detrás me hizo girar vivamente, encarando el sofá. Todo el mundo recuerda las figuras de Archimboldo y su escuela, esa simbiosis paranoica de objetos en un paisaje o un interior que configuran un rostro gigantesco o una batalla de caballería. El entero ángulo del sofá continuaba siendo Eufemia, es decir que Eufemia estaba ahí doblada en dos, con la cara casi tocando las rodillas; los pliegues del sofá, muy arrugado y deshecho en ese ángulo, repetían los elementos constitutivos de la figura de Eufemia; bien mirado, daban a los ojos del espectador el punto de partida de los elementos, un fenómeno de completación psicológica (como los que ha estudiado y legislado la Gestalt) integraban a Eufemia en la medida en que un recuerdo involuntario la postulaba en ese rincón. Me bastó parpadear fuertemente para reducir todo a los grandes pliegues del sofá; pero quedaba el ovillo, caído sobre la alfombra y desenrollándose livianamente hasta el centro del salón el extremo del hilo estaba aún sobre el sofá, y se prolongaba con pequeñas curvas hasta el ovillo inmóvil. Narciso había dicho que era un ovillo que Eufemia luchaba constantemente por desanudar; lo que yo vi era un hilo sin nudo alguno, de pronto un ovillo perfecto y sin nudos.

–Esto no debía haber terminado así –se quejó enfurruñadamente Narciso–. Usted no sabe lo que ha hecho.

–No, realmente no lo sé –admití mirando siempre hacia el hueco del sofá–. Pero tengo como una sospecha.

–Yo no podía impedir...

–Tal vez no. Tal vez no puede impedir nada. Retiro lo de la ventriloquia. Pero usted ha estado abusando de su eficacia y torciendo los hecho, llenando de nudos el ovillo de Eufemia.

–¿Llenando de nudos...? –Miró el suelo, el claro trazo del hilo por la alfombra–. ¡Oh Dios mío, Dios mío!

–Y poniendo la espada en manos de quien no debía estar –agregué, nuevamente furioso–. No le discuto la espada, ahora ya no discuto nada. Pero usted reclama a los Vigil, lo quiere aquí y no en casa de Renato. Usted está rabioso con Renato, y abusó de... eso. –Señalé vagamente el sofá, buscando asideros para apoyar mi cólera. Pero me sentía hundir en una especie de sopa de tapioca mental.

Encontré solo la salida del departamento, y el ascensor estaba aún detenido en el piso. Mientras bajaba, tuve la desagradable idea de que iba a encontrarme con Narciso al salir a la calle, quiero decir con Narciso aplastado en la vereda. Pero no había nada, y cuando silbé a un taxi y me metí en él gritándole la dirección de Renato, pensé que Narciso seguía allá arriba, mirando el ovillo, ahora solo de veras con Eufemia y el ovillo.

 

 

 

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