IV
I
La lectura de un discurso
del doctor Ivanissevich, emprendida a la hora del desayuno,
valió a la literatura los dos “Cantos Argentinos” que escribí en el subte A, y
que me parece congruente incorporar en este punto.
I
Tiempo hueco barato
donde guitarras blandas
se enredan en las piernas
y mujeres sin rostro
sin senos sin pestañas
con el vientre de piedra
lloran en los caminos.
Ah giro de los vientos
sin pájaros sin hojas
los perros boca arriba
olfatean en vano
un material desnudo
de fragancia y contento
un aire sin perdices
sin tiempo sin amigos
una vida sin patria
un silencio de látigo
que ni siquiera azota.
II
El río baja por las costas
con su alternada indiferencia
y la ciudad lo considera
como una perra perezosa.
Ni amor, ni espera, ni el combate
del nadador contra la nada.
Con languidez de cortesana
mira a su río Buenos Aires.
El tiempo es ese gris compadre
pintado allí sin hacer nada.
Me sobró tiempo para
reflexionar que una actitud como la mía será debidamente censurada el día en
que –como parece indicarlo la curva histórica del siglo– nos precipitemos
universalmente en formas más o menos comunistas de vida. Esta soledad, esta
renuncia a la acción, recibirán sus merecidos (para ese día) epítetos. Cobardía
de la generación del 40, etcétera. Tendremos nuestra buena lavada de cabeza en
las historias de la literatura a cargo de un ecuánime dialéctico. Romanos
viendo pasar los bárbaros y demás imágenes bien analógicas. El arribo a la
estación Congreso me sacó de mi sardónica complacencia, el calor de Riobamba a
las diez era ya para anular toda introspección provechosa. Eligiendo las
ventajas de la sorpresa no avisé que llegaría tan temprano y doña Bica se quedó cortada al verme de riguroso palm-beach y rancho de paja. Le
puse un ramo de margaritas en la mano, y un gran beso en la mejilla.
–Buen día, mamá Bica. ¿No es asombroso que yo esté levantado a esta hora?
–Hijito, es para tener
vahídos. ¿Ya desayunó?
–Los huevos fritos con jamón
que se sirven en esta casa... –dije–. Pero naturalmente no deseo causar la
menor molestia. Y esa salsa de tomate...
–Pase, sin vergüenza.
Roberto duerme, y las chicas se están levantando.
Entré, empezando a sentir un
arrepentimiento insospechado por lo que mi presencia matinal implicaba.
–Quiero hablar con Laura,
doña Bica. Necesitamos que Laura cante en una reunión
artística, y hay muy poco tiempo –mentí.
–¿Verdad que es una buena idea? –dijo Laura desde la
puerta de su cuarto–. Hacéle algo de comer, mamá,
mientras yo considero la propuesta.
Me llevó al comedor y nos acomodamos
sobre la felpa roja.
–¿Nadie nos oye? –pregunté con
el debido acatamiento a las modalidades conspiratrices–.
¿Moña, tío Roberto?
–Moña se ha vuelto a dormir,
tío no se ha despertado. ¿Qué te trae, Insecto?
Era tan feliz, tan
visiblemente feliz que mi presencia no podía sino molestarla; y al mismo tiempo
se le veía el deseo de comunicarse conmigo.
–Laurita, hija mía –le
dije–, estamos metidos en un lío padre. Vos no conocés
más que la segunda parte en la que ingresaste por mi maldita culpa. Ahora escuchá todo lo que sé de esto, y especialmente todo lo que
no sé, que está en mayoría.
La deje pensando, y fui al
comedor de diario donde me esperaba doña Bica con el
desayuno. Todo el tiempo estuvo doña Bica hablándome
de Jorge, de las atenciones de Jorge, del color de los ojos de Jorge y de la
hermosura general de Jorge. Aunque conservaba algún deseo de saber algo más
sobre la familia Nuri, y se refería a Marta con vivos
deseos de conocerla, era notorio que Jorge se la había puesto limpiamente en el
bolsillo. Como siempre.
Es raro, pero el énfasis de
doña Bica me inquietó todavía más. Laura me esperaba
en el comedor, sin moverse de su primera actitud pensativa.
–Es una locura –me dijo–.
Más lo pienso, más absurdo me parece.
–Laura, esto no es un asunto
para pensar –dije desanimado–. Yo he tratado y cada vez hago una macana. Pero
lo de ayer ha colmado la medida y empiezo a sentir una cosa acá –y me toqué la
boca del estómago donde la salsa de tomate me daba un calorcito.
Laura, amiga del misterio y
muchas veces su confidente, me apretó el brazo con repentina comprensión.
–Tenés
razón, Insecto. Esto es una historia de ángeles, un libro con láminas
prerrafaelistas llenas de guardas donde se ven rostros velados, cabelleras
flotantes y lagos poblados de extrañas criaturas.
–Mi versión está más cerca
al museo de Grévin –repuse–, pero todo es cuestión de
ambientes y no toca al fondo del asunto. Estás muy enamorada de Jorge, Laura.
–Me parece que sí –dijo
sencillamente.
Vi pasar a los Vigil como una
ráfaga, tuve un deseo de escaparme, tomar el primer tren para Concordia o Tres
Arroyos.
–Yo te he metido en esto
–dije–. Ahora estás envuelta, y acaso Moña también.
–No, Moña no. Moña guarda un
diente de ajo en la cartera –dijo Laura, sonriendo burlonamente–. Y ahora que
lo pienso mejor, las láminas no son prerrafaelistas. Jorge sí, solamente Jorge.
Comprendí que era el momento
de hacer lo único que estaba a mi alcance.
–Vos podés
ayudarnos, Laura. Creo que los únicos verdaderamente equilibrados somos aquí
Susana, vos y yo. Dejemos a Moña, que tiene un diente de ajo en la cartera.
–¿Y Jorge? –me dijo, encrespándose.
Conforme –repuse
hipócritamente–. Pero Jorge está en esto desde el comienzo, influido a pesar suyo
por Marta. Participa demasiado del clima del Vive como Puedas, ha vivido muy
cerca de Renato y de Narciso. Y con todo, lo necesitamos como aliado, es el
único lo bastante cerca del enemigo, por llamarle así. Necesitamos atraernos a
Jorge, hacerle ver que este asunto va a acabar mal.
–Jorge entenderá
perfectamente.
–Lo entenderá –concluí– so
vos te encargás de la faena. Por mi parte, apenas
Jorge me ve se precipita a la literatura, levanta polémicas, se inspira
rabiosamente y me niega de plano su inteligencia para volcarla enteramente en
esas otras cosas. Para Jorge soy como un catalizador, un buen libro que lo
estimula y lo lanza a la acción poética. No sirvo para otra cosa.
–¿Y qué le diré yo?
–No puedo indicártelo,
Laurita. Ni siquiera espero que logres una alianza con Jorge; sos demasiado vulnerable para eso. Pero si obtuvieras
algunos datos útiles. El pasado, ¿sabés? Todo esto
sale del pasado como esa maldita espada de la mano de... ¿de quién Laura?
–De Marta, creo. –Me miró
sorprendida–. ¿No lo dijo Eufemia?
–Oh,
basta –murmuré–. Hacé lo que puedas, yo me vuelvo a
casa. Llamálo en seguida, después avisáme
lo que haya.
Dije adiós a doña Bica que estaba magnífica con su kimono azul.
–¿Laura va a cantar? –me preguntó, misteriosa.
–Creo que sí, doña Bica. Pero no le insista, déjela que se decida sola.
–Sugerile
a Jorge que se lo pida, hijito. Ya verá cómo eso da resultado.
Me fui apretando los puños,
bajo un sol bárbaro.
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