II
Moña ajustaba las bisagras
transparentes y tío Roberto decidía ponderando la ubicación
final de las estampillas. Le gustaba decir “los sellos”. Uno se dignifica
escogiendo la palabra más añeja, su color ámbar pálido comprueba su vejez; los sellos de Brasil,
1880-1924. Ciento sesenta y tres sellos.
Moña
bebía sorbos de coñac y fumaba, signo de concentración manual, y tío Roberto
medía con regla milimetrada (transparente) la distancia entre las bisagras. Una
lástima no tener otra palabra para bisagras.
Moña
pegaba las estampillas y tío Roberto estaba contento. Estas casas de Sarmiento
al mil novecientos, a un paso de Callao pero tan tranquilas en la tarde, con
sus departamentos altos de ventanas enormes: espléndido para la filatelia, la
costura, el amor corriente. Con un comedor dado a la felpa oscura, a los
caireles. Naturalezas muertas, las chicas dentro de la grande. Bananas,
pescados, uvas. Las manos resbalan sobre la felpa de la gran mesa y es una
cosquilla cruel, electricidad pigmea que no pasa de las uñas. Si una estampilla
escapa y cae, la felpa la sostiene sobre mil lancitas rojas, plataforma para
guerrero victorioso. Los galos paseaban a sus reyes sobre plataformas de
escudos. Coñac Domecq tres cepas.
Moña
pegaba las estampillas, abajo el 86 chirrió espantoso, un insecto gigante,
retomaba velocidad, esa nota tensa del tranvía acelerando, que sube y sube, fa,
sol bemol, sol, la bemol, la – Caída al
cero, aflojamiento del sonido, libertad. “No puedo aguantar los tranvías”, pensó Moña. “Gritan como mujeres”.
Bebió coñac. El pie de su copa aplastaba la felpa, se veía a través del vidrio
los señópodos rojos acostados indefensos, un color
sucio rosa viejo delataba el fondo añejo de la felpa, su color sosa pálido
comprueba su vejez. Lo último del sol se iba del balcón, el comedor recomponía
su penumbra para la noche.
Tío
Roberto acarició el brazo de su sobrina y le puso sobre la muñeca un lindo
sello anaranjado que parecía fosforecer. Después venía uno lila, la misma
emisión pero otro valor. Como golpeaban suavemente con un dedo en el marco de
la puerta, alzó una mirada distraída y estuvo mirando un rato antes de conocerme.
–El Insecto –dijo por fin–. Entrá, Insecto.
–Hola, filatelistas –dije,
muerto de calor–. ¿Me puedo quitar el saco?
–Tómese un coñac, Insecto.
Me bebí dos, mientras
preguntaba por Laura y doña Bica. Yo quería hablar especialmente
con Laura, y como me dijeron que estaba con doña Bica
me quedé ayudándolos a clasificar las estampillas hasta que vino doña Bica y me besó en la frente.
–¿Cómo le va, hijo? Anda muy perdido estos tiempos.
Roberto estaba hablando de usted anoche.
–Usted me había prometido un
sello de Portugal –dijo el tío Roberto con algún encono.
–Me lo dejé en la otra
cartera, mil perdones. Se lo mandaré mañana por correo.
–Por correo no –dijo el tío
Roberto–. No es bueno que un sello sirva para proteger a otro. Acaban
perdiéndose los dos.
–¿Y un mensajero de la capital?
–Eso sí, pero si es de la
agencia de la calle Esmeralda. Los otros son unos tarados, me consta. A Bica le perdieron un anillo y las aventuras de Rocambole que le mandaba su prima de Villa Crespo. Son unos
chasques desastrosos.
–Iré a la agencia de
Esmeralda. ¿Está Laura, doña Bica? No, voy yo solo,
ayúdelos a clasificar usted.
Yo amaba entonces los
diálogos idiotas, a veces conseguía organizarlos siempre que no hubiera menos
de tres personas. Tío Roberto y doña Bica me
secundaban admirablemente, no me olvidaré nunca de una tarde en que conseguí
hablar veinticinco minutos con ellos sobre la Sociedad de Beneficencia. Me
bastaba apuntar un camino verbal, y las ideas recibidas y los prejuicios brotaban
a chorros de los dos; además me consideraban mucho, porque me les ponía a la
par y decía cosas tales como esta: “Un huérfano sería la prueba más palpable de
la inexistencia de Dios, si no existiera la contraprueba de la caridad humana,
que rescata al pobre infante de su triste condición”. Laura y Moña trataban a
veces de ayudarme en otros diálogos parecidos, pero en ellas la cosa era
forzada y se caía en la exageración. Llevábamos un recuento de buenas frases,
entre las que descollaba esta del tío Roberto: “El aire del balcón me refresca
el alma”.
Al rato de estar con Laura
vino Moña y pudimos charlar a gusto. Hacía quince días que no nos veíamos y
ellas me contaron una película de Marcel Carné que las tenía sin dormir,
especialmente a Laura.
Mientras escuchaba –“vieras
cuando Alain Cuny y Arletty cruzan un salón largísimo, caminando como en
sueños” –me pregunté si sería bueno acercar a Laura y Moña al Vive como Puedas.
Moña me parecía suficientemente inmunizada por su liviano sentido de la
escapatoria; distinto con Laura, más sensitiva y tal vez con alguna tendencia a
la melancolía. Pero la noche anterior, caminando por la Boca, se me había
ocurrido que la atmósfera del Vive como Puedas se resentía de exclusividad,
siempre los Vigil y Renato y Susana. Lo ocurrido la
semana anterior –en que no había ocurrido nada, eso era precisamente lo que me
alarmaba– parecía darme la razón. Aquello empezaba a parecerse demasiado a Huis-Clos, y a
Renato no le gustaba Sastre. En vísperas de una noche a la que habían invitado
a Narciso, entendí llegado el momento de aportar por mi lado un par de buenos
glóbulos rojos. Marta no dijo que no (la llamé esa mañana por teléfono) y a
Jorge no había necesidad de consultarlo; ya sabíamos que se enamoraría de Laura
o de Moña, poemas en crecida cantidad, un par de mamúas y otra cosa. Con Renato pensaba yo jugar el
juego sutil, y contaba tácitamente con la benevolencia de Sú.
Laura
me contó el milagro de las tijeras pero mi atención estaba más en Villa del
Parque. Vi que Moña empezaba a deshacer un ovillo,
poniéndolo en una caja de cuellos duros y sacando el hilo por un agujerito de
la tapa. Trabajaba con la lengua un poco afuera, silbando a ratos un aire que
en esos días le estaba haciendo ganas sus buenos pesos a Antonio Tormo.
–¿Te acordás la noche que
fuimos al V4?
–Me acuerdo, vos estaban
loco con unas pinturas de Horacio Butler.
–Te hablo del V4, no de Van
Riel. Fuimos a oír una sesión de poesía surrealista, creo que Moña no estaba.
–Nunca me invitan cuando hay
algo bueno –dijo Moña–. Esa noche creo que tío Roberto me llevó a ver lucha
libre. Fue algo inmenso, Karadagian contra no se
quién. Tío Roberto me compró Coca-Cola y yo tosí al tragar y se la eché en el
pelo a un señor de más abajo.
–Te lo pregunto –dije a
Laura– porque algunas gentes del V4 son amigos míos, y me gustaría que ustedes
vinieran al taller de uno de ellos.
–¿Por qué nosotras? –preguntó Laura con su precisa
delimitación de situaciones.
–Porque las veo muy
aburridas aquí y les tengo lástima. Y porque vos y Moña tenían tiempo atrás una
mesita de tres patas.
–Ah, conque hay de eso.
–Pienso que sí, van a llevar
a un tipo del oficio. Hay otras cosas pero no quiero decírtelas ahora, me
gustaría conocer la reacción de ustedes dos.
–El Insecto y sus dos
cobayos –dijo Moña sacándome la lengua–. Yo no voy, mañana dan “Escuela de
Sirenas” en el Gaumont; imposible perderse eso.
¿Quiénes son los tipos?
–Vení
con nosotros y los verás, paso a buscarlas a las nueve. Ahora cuéntenme lo de
las tijeras, que no oí nada. Ah, sí, ya me acuerdo. ¿Cuál era la tijera? –Tomé
el par negro y antes de que Moña pudiera impedírmelo le corté el hilo que salía
de la caja de cuellos. –Pero si es facilísimo.
Moña estaba furiosa pero Laura
se fue hasta la ventana y desde ahí me miró con expresión de resignado
acatamiento. Pensé que tendría en Moña un buen cobayo, pero que Laura entraría
como por derecho propio en el mundo del Vive como Puedas.
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