III

 

No vale la pena contar por qué las Dinar y yo éramos amigos, la historia de nuestra graduación en la Facultad (Laura y yo) y el resto. La Facultad juega un papel raro en esto, es el eje de donde parten los radios yo-Dinar y yo-Vigil-Renato. A Laura la conocí como estudiante, a Renato como fugitivo de la justicia, refugiado en una vieja sala de mayordomía cuando los jaleos de 1945. Los Vigil estaban con él y eran de otra Facultad, pero la coincidencia en nuestro antifarrelismo nos puso a todos en la misma sala. Renato nos fue utilísimo, ahora puede decirse que era el autor de aquel inmenso cartel que enarbolamos en el techo de la Facultad –no diré cuál– y que hizo reír a todo Buenos Aires. Nuestra derrota posterior y la servil decadencia que le siguió nos mantuvo juntos pero entregados solamente a nosotros, otra manera de perder el tiempo. Fundamos el V4 que era idiota, y nos hicimos habitúes del Vive como Puedas. Nuestros gustos eran Florent Schmitt, Bela Bartok, Modigliani, Dalí, Ricardo Molinari, Neruda y Graham Greene. El gato Thibaud-Piazzini se salvó de ser llamado Paul Claudel por un milagro –complicado con una tentativa de conversión de Marta–. No vale la pena seguir hablando de todo esto.

En la mesa de dibujo había un cartel: “Rompan todo a piacere. Llegaré a las diez. R.L., Artiste-Peintre”. Ya Susana había tomado el comando y unas botellas promisorias se alineaban al lado de un pasajito de Pacenza que nos gustaba como locos. Yo exhibí con orgullo el frasco de grappa mendocina que me habían mandado amigos de Godoy Cruz, y vaticiné el delirium tremens de los que se le atrevieran.

–El Insecto me había hablado de ustedes –les dijo a las Dinar–. Dejen sus cosas en mi cuarto. Los Vigil ya están ahí peleándose.

Me quedé mirando el Vive como Puedas. En ausencia de Renato, había puesto un asomo de orden en las cajas y los objetos. Renato juntaba las basuras más increíbles en la calle y las metía debajo de campanas de vidrio. Su famoso excremento de marta (influencia de un cuento de Gottfried Keller) era el fetiche mayor del taller. Marta se quejaba de que fuese una alusión a ella, y una noche lo tiró por el ventanal. Renato la llevó agarrada del pescuezo hasta el jardín trasero, y tuvo que buscar el fetiche, lo que le llevó diez minutos de insultos y sacudones. Además del excremento –que todos sospechábamos de Thibaud-Piazzini– Renato juntaba horquillas y alambres para hacer formas, pedazos de género y plumas. había trabajado un buen rato poniendo los objetos en su lugar, reuniendo las cajas de colores sobre una mesa del fondo y juntando los últimos cuadros en una pila disimulada por un sofá. También vi que había aumentado el número de asientos, y que la mesita del dormitorio de Renato figuraba como de paso en el moblaje para la noche. Pobre Susana, tan mujer de su casa en ese infierno alegre de todas las noches. Tal vez no estaba descontenta, cuidar a Renato era una debilidad suya, formas sutiles de la adelfogamia.

Marta salió corriendo y me llevó a un rincón aunque no había nadie más en el taller.

–Antes de que vengan, decime... ¿con cuál te acostás, Insecto?

–Con ninguna, son vírgenes y cándidas. Mantengo un romance de gran castidad con la madre de estas niñas.

–Ya empezás a hacerte el imbécil. ¿Esto lo trajiste vos? Jorge está inaguantable esta noche. Fijate que a eso de las cinco empezó a ponerse duro, estábamos en casa y la sirvienta me avisó. Cuando entré con el cuaderno y llena de esperanzas, la bestia se me tira encima y me arranca el cuaderno. Lo hizo cien pedazos, y cuando estuvo seguro de que no podía copiar el poema empezó a decir las cosas más hermosas sobre el diluvio. Minutos y minutos, y yo ahí llorando y mirándolo, viendo perderse todo eso... ¿Vos te das cuenta cretinismo igual?

–Es un buen gesto de su parte –dije–. Si te hiciera caso le copiarías hasta los bostezos. Muchas veces no has registrado más que tonterías, y te falta inteligencia para discriminar. Jorge es más severo que vos.

–Puede ser –dijo Marta agachando la cabeza–. Pero era tan hermoso, mirá, yo lloraba mientras él hablaba del arca, y de las grandes serpientes de mar que se erguían en las aguas convulsas, qué sé yo, y formaban puentes vivos entre la tierra y las nubes, algo fabuloso.

–Ya me imagino –dije–. Tengo bien manyada la retórica de Jorge. Ya sé que es un poeta y de los mejores, pero estos espontáneos piensan siempre al borde del formalismo más desenfrenado. Por eso hace bien aflojar algunas tensiones sin dejar rastros. Esta noche o mañana te dejará copiar alguna cosa nueva, ya verás, o a lo mejor el mismo tema con otro desarrollo. Lo de las serpientes era bastante bueno, pero este chico ya jode un poco con tantos animales.

–Me gusta más Moña –dijo Marta.

–Bueno, ya es mucho.

–A Jorge le gusta más Laura.

–Ah, y entonces a vos te gusta más Moña. ¿Va a venir Narciso?

–Le telefoneamos anoche y prometió estar a eso de las once. ¿Vos entrás en la sesión? Me parece que Laura no es psíquica, va a espantar a Eufemia. Yo siento cerca a Eufemia desde la tarde.

–Nada de propaganda conmigo –le dije furioso–. No me vengás a trabajar el ánimo con tus espectros. Que venga lo que venga, yo he comido bien y no soy nada excitable, salvo cuando te veo las pantorrillas.

–Grosero, boca sucia. –Me tomó la cabeza con las dos manos y poniéndose en puntas de pie me besó en la boca. Olía a pasta Squibb que es la que yo uso de manera que resultó estupendo. Nos separamos porque los otros salían del dormitorio, pero Marta me dijo en la oreja:

–Hay que tener cuidado con Narciso.

 

Cuando llegó Renato, Laura y Moña le contaban por mitades a Jorge la película de Carné (que Jorge había visto aunque se lo callaba) y Susana recortaba las uñas de Thibaud-Piazzini a quien yo tenía envuelto en una toalla. Habíamos escuchado jazz, después un cuarteto de Britten, y en general nos estábamos conduciendo como gentes educadas. Hasta Renato quedó sorprendido al encontrar un orden semejante. Le presenté a Laura y a Moña, que él saludo sin cordialidad pero no tan hostilmente como yo había temido, y le puso en la mano un vaso de mi grappa. Su primer movimiento fue abrir de par en par el ventanal y quedarse un momento ahí, todavía con el vaso en la mano, respirando el olor nocturno. Susana puso en libertad al ofendido Thibaud-Piazzini y propuso hacer café en bola. Acababa de comprar un hermoso Cary y Jorge fue a sentarse en el suelo al lado de la mesita, mirando con adoración la llama y los juegos de las burbujas en el agua Marta se le agregó, era gracioso ver a los Vigil haciéndose horrendas muecas a través de la esfera. Laura y Moña, que parecían haberse adaptado en seguida al Vive como Puedas, los miraban riéndose y hasta los alentaban.

–¿Por qué llevaste el cuadro al fondo? –gritó súbitamente Renato.

Susana pareció considerar su respuesta.

–No quedaba mucho sitio para moverse. ¿Pensabas pintar esta noche?

–No, ya sé que no voy a pintar –dijo amargamente Renato, mirando de reojo a las Dinar–. De todas maneras es bueno que lo dejes quieto, un día se te va a caer y adiós mi plata.

Laura pareció advertir que era lejanamente responsable de la tensión, y se acercó a Renato. No pude oír lo que hablaban, me abstraía la operación del Cary; después nos congregó para beber el café, Renato estaba más humanizado y accedió a que viéramos el cuadro. No sé quién se lo pidió, probablemente Marta que era incansable, pero me acuerdo que fue Jorge el que puso los reflectores y trajo el caballete hacia delante. Aparte de un cierto trabajo de las paredes de la casa y un sector del terraplén, la cosa seguía igual y no parecía que Renato estuviera bien dispuesto hacia el cuadro.

–¿Por qué no lo liquida si lo preocupa tanto? –pregunté a hablándole casi al oído–. Nunca lo he visto tan raro con un cuadro.

–No es el cuadro, son las locuras de Marta. Le ha rodeado el cuadro de alusiones que ni ella misma comprende. Trabajó toda la noche y ya ve el resultado. No se anima a meterse con las figuras.

Laura y Moña callaban. Pensé en el comentario de y que también estaba en el asunto pese a su aparente indiferencia. Meterse con las figuras, darles sentido. Tan poco de , eso era del vocabulario de Jorge o de Marta, tal vez del mismo Renato.

–Yo no dormiría con ese cuadro en mi pieza –dijo por fin Moña, y todos nos reímos–. Por lo demás me parece bastante estúpido, usted me perdonará. Aludo al tema, de pintura no entiendo nada.

–Es bueno oírse llamar estúpido aunque sea a través de un cuadro –dijo Renato en quien el buen humor parecía haber vuelto de golpe–. Pero esto no es estúpido, Moña. ¿Usted es Moña? No, esto no es estúpido; lo sería acaso si tuviera su pleno sentido.

“Ya está: el sentido. Se mueren por el sentido”, pensé. Los Vigil se tenían de las manos y jugaban a retorcerse suavemente los dedos. A Marta le quedó tiempo para decir desde el suelo:

–El sentido ya lo tiene, pintorzuelo. Los ciegos somos nosotros. Jorge, ¿querrías hacer la imitación del cantor yiddish? Yo soy el clarinete. Me gusta hacer el clarinete. –Estalló en una serie de estridencias nasales, tapándose la boca con una mano y moviendo imaginarias llaves con la otra. Laura estaba asombrada mirándola y Moña se divertía a gritos. Tal vez por eso la entrada de Narciso no fue del todo lo importante que cabía esperar, contestó al breve toque de timbre y lo trajo luego de hablar un momento con él en el living. Jorge exhalaba en ese instante un sobreagudo (le salían muy bien) y venía bajando la voz en un cromatismo hiriente, mientras desde el suelo desgañitaba los últimos recursos de su clarinete. Narciso los miró, fue hacia Renato con la mano tendida. Después esperó que lo presentaran.

 

Se decidió empezar con la taza. Había una buena mesa redonda en el living, Laura y Moña ofrecieron hacer el alfabeto, y pronto estuvimos todos envueltos en una luz apagada donde, cosa curiosa, el cuadro parecía más visible que antes. Nos sentábamos en este orden: Renato, Moña, Jorge, Laura, Narciso, Susana, yo y Marta. Cabíamos cómodamente alrededor de la mesa. Laura dispuso el alfabeto con una técnica que provocó un murmullo elogioso de Narciso, y apoyamos un dedo sobre la taza boca abajo. Al minuto hubo vibraciones, rápidas corridas (Jorge estaba atento, con block y lápiz) y Narciso respiró ruidosamente para marcar el comienzo de la evocación.

–¿Quién es?

La taza iba de un lado a otro, mostraba tendencia a girar en el área de Laura y de Renato, volvía al centro y se inmovilizaba por instantes. Mi dedo acusaba (no sé si transmitía) las vibraciones nerviosas impulsando el objeto. “¿Quién es?” La raza dio dos vueltas como si examinara el alfabeto y después, en rápida sucesión, tocó la F, la A y la C. El resto fue más lento, y casi innecesario. Facundo Quiroga estaba otra vez entre nosotros.

–Facundo –dijo suavemente Narciso–. Escuchá bien, Facundo. ¿Eufemia está ahí?

Después de una extravagante demostración errática, la taza tocó bruscamente la S y la I. Sin detenerse, continuó marcando E, S, P, giró entre nuestros dedos como una peonza y volvió sobre la A y la D en rápida sucesión. Después se puso extrañamente quieta, y sentimos los dedos como muertos.

–Sí, espada –leyó Jorge en voz baja.

–Facundo –invitó Narciso, que nos había mirado con aire de sorpresa e interrogación–. ¿Qué es eso de una espada? Te esperamos, Facundo.

La taza no se movió. Hubo un silencio largo y Jorge, echándose hacia atrás en la silla, encendió una lámpara más. Retiramos la mano de la taza y nos miramos. Renato parecía el menos impresionado, pero cuando estiró la mano para acariciar la mejilla de Marta, me pareció que su intención era la de desviar su mirada.

–Habría que explicarle a Narciso –dije yo–. Lo de la espada apunta directamente a algo que todos sabemos menos él.

–Bueno –sonrió Narciso, mirándome de lleno–. Los grados del saber son muchos. Si se refiere usted al cuadro de nuestro pintor, tengo alguna noticia de la espada.

Cuando iba a replicarle, sorprendido y curioso, Moña se me adelantó:

–Pero es Eufemia, ¿no vamos a llamarla?

–Mejor que eso –dijo Narciso gentilmente–. Vamos a verla. Nunca se niega a aparecer. A veces habla, a veces está enfurruñada, pero es una buena muchacha.

Hizo un gesto a Jorge, que apagó las lámparas. Me molestó quedar en plena oscuridad, oí la respiración reprimida de Moña justo frente a mí. También a Jorge, que decía: “No se asuste, ahora habrá algo de luz”. Sospeché que no lo decía a Moña sino a Laura. Hacía rato que estaba enteramente dedicado a Laura, de acuerdo al reparto Dinar que Marta me había anunciado al comienzo.

Frente a Narciso y sobre la mesa se encendió súbitamente una linterna roja. Con voz tranquila nos dio las instrucciones necesarias, hicimos la cadena de manos, nos concentramos en Eufemia, y él se puso a hablar en un idioma en el que sólo se asomaba claramente el nombre de Eufemia, el resto iba de monosílabos rítmicos a melopeas un poco jadeantes. Sentí crisparse la mano de Marta en la mía, y aunque nada se había dicho sobre Marta imaginé que Narciso iba a usarla como médium. La luz de la linterna osciló en el espacio, y de pronto vimos la cara de Narciso iluminada vagamente desde abajo, lo que le daba un aire perfectamente monstruoso. Marta empezó a respirar pesadamente, ahora que los ojos de Narciso se clavaban en ella. El nombre de Eufemia fue dicho una o dos veces más, y Marta lo repitió como en un jadeo. No es fácil señalar la transición, de improviso –hasta con naturalidad– tuvimos la impresión de que Eufemia estaba ya entre nosotros. Cuando habló, la voz vino del lado de Marta pero no a la altura de la boca de Marta, ni siendo la voz de Marta. Era una voz seca (no de ventrílocuo, ni de papagayo) pero de una marcada humanidad, una voz cercana y en un todo inmediata a nosotros.

–A veces cantan en los viejos parques –dijo–. ¿Quién está allí paseando entre las lilas? Aquí hace frío.

(Hacía un calor espantoso; Susana había cerrado el ventanal antes de empezar).

–Gracias por volver, Eufemia –dijo Narciso–. ¿Cómo estás, Eufemia?

–No estoy. Quién sabe si volveré. Yo tenía muchos trajes, todos preciosos.

–Eufemia –dijo Narciso–, tendrás algo que decirnos esta noche. Has venido en seguida. Yo quiero que me lo digas. Facundo estuvo aquí.

(Susana me estaba clavando una uña en la palma de la mano. Creí que era una señal y busqué contestarle de la misma forma, pero a mi presión respondió con un movimiento brusco y convulsivo. Pobre , metida en estas cosas. Y la mano de Marta helada y rígida).

–Facundo tiene la cara rota –dijo claramente Eufemia–. Está muerto, sí, está muerto.

–Lo mató Santos Pérez –dijo históricamente Narciso, y todo nos sobresaltamos como si el recuerdo fuera incongruente en ese momento. Pero la reacción más brusca vino de Eufemia. Hubo como un jadeo, después empezó a reír más y más, como una gallina, histéricamente, y a cada carcajada yo sentía que el aire se ponía más irrespirable, me arrepentía por Moña y Laura, hubiese querido romper aquello, callar a Eufemia. Al mismo tiempo me gustaba, y exigía de Narciso la continuación del diálogo.

–Lo mató Santos Pérez –dijo otra vez Narciso–. Ya lo sabemos Eufemia.

La risa se cortó en una especie de hipo. En el lugar exacto de donde nacía la voz (cerca de Marta pero más arriba) me pareció entrever por un instante una formación gelatinosa; parpadeé y ya no había nada. Eufemia seguía jadeando.

¡Lo mató Marta! –gritó con un chillido tan hiriente que la mano de Susana se revolvió como un ciempiés en la mía–. ¡Con una espada, una espada, una espada!

–Eufemia –dijo la serena voz de Narciso–, ¿de quién estás hablando?

Se hizo una luz como un latigazo. Estábamos solos en ese aire espeso. Jorge tenía aún la mano en el botón de la lámpara, y su cara parecía un pierrot.

–No seas imbécil –le dijo amablemente Narciso–. Ahora no volverá más. No se puede tratar así a Eufemia.

Jorge lo miró vacíamente y se fue a pararse al lado de Marta, que estaba quieta y sumida. Creí que iba a acariciarla pero se contentó con permanecer detrás de ella como protegiéndola. Llena de terror, Laura lo miraba admirativa. La verdad que la palidez le iba muy bien y estaba más hermoso que nunca.

–El final de la sesión ha sido un tanto irregular –dijo Narciso frotándose las manos–. Simbología vaga que habría que descifrar. No estoy satisfecho, este chico se apuró tontamente.

Miré a Susana y me asombró ver el aire de alivio que se leía en su cara. Se levantó vivamente y fue a preparar bebidas y a encender la cafetera. Pasó al lado de Renato que miraba delante suyo sin ver nada, y me le acerqué.

–Congratulaciones, .

–¿Por qué?

–Por la noticia. Sea cual fuere, parece buena para usted.

Se encogió de hombros como quitándole importancia.

–Lo importante –me dijo en voz baja– es que ahora Renato sabe cómo debe terminar el cuadro.

–¿Usted cree?

–Claro que creo, Insecto. Al toro se lo agarra por los cuernos.

–Este es un solo cuerno, y de acero. Sin contar que el cuerno carece de importancia en sí. La razón que mueve la mano, eso es lo que hay que paralizar.

–No importa –sonrió Susana–. Todo esto es malo y estúpido. Pero había una posibilidad peor.

–¿Cuál, ?

–La que yo pensé, la que yo temí.

–¿Y era...?

–Tengo sed –dijo Susana–. Tengo mucha sed.

 

 

 

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