IV
En la parada de avenida San
Martín tomamos un Lacroze hasta Chacarita y de ahí el
subte hasta el centro. Como hablar en esos vehículos es una tarea que exige
incluso aptitudes antropofágicas, guardamos un
silencio que duró hasta estar en casa. Allí nos miramos de lleno por primera
vez, y Marta se colgó de mi pescuezo con una violencia que yo hubiera preferido
en Susana. Le temblaba todo el cuerpo y tuve que darle ginebra y llevármela a
un sofá. Pero no podía estarse quieta hasta saber más, y me pidió el ticket de
confitería donde había anotado el teléfono anunciado en el cartel de alquiler.
–¿Qué vas a preguntar? –dije mientras salía en busca de
una caña que me refresca mucho el alma.
–No sé, todo lo necesario...
–Discaba nerviosa, equivocándose, con muecas de fastidio.
No me di cuanta en aquel
momento de mi error. Era yo quien debía haber iniciado la averiguación. Cuando
volví (me había detenido en la cocina para decirle a la mucama que cocinara
para dos), Marta estaba quieta en el sofá, ovillada de una manera muy suya. Por
la ventana abierta acababan de volarse los pedacitos del ticket.
–¿Y qué averiguaste? –dije, con candor de oveja.
–Ciento ochenta mensuales,
con las ceremonias de práctica.
–Sí, pero, ¿y lo otro?
¿Quién es el dueño de la casa?
–El dueño es Narciso –dijo
Marta, y se puso a llorar mirándome.
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