II

 

Lo de Caballito duró tres días. Las ideas de Marta eran vagas e intensas al mismo tiempo; nada le permitía sugerir un asomo de dirección, pero a la vez exigía que no pasáramos nada por alto, y nuestro plano se iba cubriendo poco a poco de crucecitas rojas. Nunca conocí tantos almacenes y bancos de plaza como esa vez. Marta se negaba a que anduviéramos en taxi, a veces echaba a correr y otras se quedaba un minuto largo en una esquina, oliendo vagamente el aire.

–Pero si en Caballito no hay terraplenes –le dije cuando acabamos la exploración de la calle Yerbal y los talleres del Oeste.

–El terraplén puede no ser un terraplén, Insecto querido. Un borde de plaza, una casa alta con un jardín en pendiente, ¿qué sabemos? Hay que mirarlo todo.

–Yo tendría que trabajar en mi ensayo sobre Mantegazza –me quejé.

Andá, no te detengo –repuso agarrándome del brazo.

Y así seguíamos.

 

Hormiguera, Achával, Malvinas; Emilio Mitre, Directorio, Naranja Bliz, medio litro blanco, un especial de jamón cocido; Thorne, Ramón Falcón, dos cafés con leche y medias lunas.

–¿Por qué querés encontrar la casa?

Era mi primera pregunta directa sobre el asunto, y creo que Marta lo advirtió. Estuvo un rato antes de contestar.

–Hay dos cosas, Insecto. Una buena y otra... no sé. La buena es que si damos con la casa nos apoyaremos en algo concreto.

–¿No te hacés un lío, Marta? Yo entiendo que sería mucho peor. Si Renato tuviera una memoria fotográfica cabría pensar que está simplemente recordando un escenario. Pero vos sabés bien que él le llama la pesadilla (“una mezcla de recuerdos”, con la cara enjabonada, “y algo como un presentimiento de lo futuro”).

–Renato no ha visto la casa, de eso estoy segura. La casa es absolutamente convencional, como las de otros cuadros suyos. ¿No te fijaste en la puerta, en las ventanas? Hay otros dos cuadros suyos que tienen casas casi iguales. Pero yo creo que ésta existe y que él no lo sabe.

–Y a vos te parece que si la encontramos...

Mirá –dijo Marta, perpleja–. Recién cuando la tenga por delante sabré algo. Todo esto es pura locura, me consta. ¿Pero no es divertido andar por Buenos Aires? –agregó rápido.

–Bueno, ese es uno de tus puntos de vista –le dije sin permitirle que se me fuera por las ramas–. Dijiste que en esto había también una parte mala.

–No creo en ella –dijo Marta–. Pero te la voy a decir por lealtad. La otra posibilidad es que yo esté buscando la casa por presión de Eufemia.

Me miró desamparada.

 

A las nueve de la noche del tercer día fui de visita a lo de Dinar. Moña estaba en el cine, y Laura me abrió la puerta.

–Tenemos otro visitante –me dijo–. Venís muy bien para prepararnos tu famoso cocktail vitamínico.

–¿El Vigil está ahí, verdad?

Jorge se desprendió de su amable diálogo con doña Bica y vino a saludarme. Empezamos el ritual de los títulos.

–La vagabunda.

–Otra vuelta de tuerca.

–La virgen y el gitano.

–La casa de al lado.

Alcé la mano, signo de derrota. No me gustaba el tono con que Jorge había dicho el título.

Hacés trampa como un rufián. Los títulos deben ser los originales, y ya sabés que “La casa de al lado” es un postizo. Rosamond Lehmann...

–Vos me hiciste una trampa peor –repuso Jorge con displicencia generosa–. El cuento de James se llama The Turn of the Screw; la traducción es demasiado libre.

Laura se divertía oyéndonos y yo fui a pasar mi brazo por el talle de doña Bica y a besarla en las mejillas como siempre.

–Laura está encantada con su amigo –dije. ¿Por qué “La Casa de al Lado”? Jorge y yo adorábamos la novela, él tenía mucho de Rodrigo y yo un poco de Julián. Cuernos, ¿pero por qué mencionarla cuando yo venía de andar todo el día con Marta, buscando y buscando?

–Recién dejo a la calamidad de tu hermana –dije a Jorge–. Se ha empeñado en conocer Buenos Aires.

Laura me miró y se puso a reír.

–¿Vos también, Insecto pobrecito? A mí me ha dado por lo mismo, de golpe.

–Esta tarde la llevé a Belgrano –dijo Jorge con algún orgullo.

Dejé pasar la cosa, y nos pusimos a hacer música. Jorge era un pasable pianista, muy fuerte en Scriabin –consejo de Narciso– y detestable en Beethoven que se empeñaba en tocar. Yo puse una pequeña cuota de boogie-woogie, y Laura cantó “Estrellita” acompañada por doña Bica. Nunca he podido oírle “Estrellita” a Laura sin sentir deseos de llorar, de ser pequeño, de estar desnudo en mi cama, de que me hagan masaje en el vientre. Como una necesidad de muerte heroica, de enfrentar pelotones de fusilamiento, de sacrificarlo todo a una carta, de escribir mi mejor poema y romperlo en trocitos delante de Laura. De mirar por un calidoscopio.

Pensé en llevarme a Jorge y confiarle lo que pasaba. No me había dicho una palabra sobre el Vive como Puedas. Era raro que ni él ni Laura mencionaran a Renato, y yo me emperré en no provocar el tema. Hablamos del accidente del cuadrimotor, de la carrera de autos, de Fangio y los Gálvez, del tío Roberto que estaba con hígado. Doña Bica me mostró un tejido en lana violeta y Jorge me consultó sobre la tipografía eventual para un libro de poemas. No era difícil advertir que Jorge estaba trabajando, nervioso. No su histeria habitual, la disciplina surrealista; algo que venía de la razón, de la vida en su forma más objetiva y práctica.

Laura cantaba “Estrellita” y estaba enamorada de Jorge.

A la una de la mañana me decidí. Salimos juntos de lo de Dinar, y yo esperé en la esquina a que Jorge terminara de despedirse de Laura que estaba como tonta a su lado. Moña llegaba del cine y charlamos un momento en Sarmiento y Riobamba.

–Un bodrio, Insecto. Pobre Ana Magnani. Con lo estupenda de es, las cosas que le hacen hacer...

–Ya sería tiempo de acabar con esa excusa idiota –le dije volcando en ella una rabia que tenía otro origen–. Aquello de “bruto como un tenor” debería empezar a aplicarse a los actores de cine cuando sucumben como casi todos. Nadie les hace hacer nada, lo hacen ellos, porque se dejan atar por el dinero y la rutina. Harrumph! Como barbota el doctor Gideon Fell.

–Arcones de Atenas, mirá que estás didáctico –se quejó Moña muerta de sueño–. ¿No me invitás con un whisky y caminamos por Corrientes?

–No, ahí viene Jorge y me voy con él.

–Te gustan los chicos, ¿eh?

–¿Por qué no? Son más inteligentes que ustedes. Moña, ¿cómo lo pasaste en el Vive como Puedas?

Se estremeció visiblemente, lo que yo no había creído que sucediera en la vida real.

–Nunca he oído una pregunta más al ralenti –dijo–. La otra noche no abriste la boza en el taxi, y eso que yo me moría de ganas de hablar. ¿Viste cómo respeté tu silencio ominoso? Ahí se ve la calidad de los amigos.

Sos mi pequeño ángel de almanaque –le dije, besándola en la frente–. Pero ahora contestame.

–Bueno, pues lo pasamos divinamente. A Laura le fue mejor que a mí, ese grupo escultórico que desde aquí diviso en la puerta de casa me permite conjeturarlo sin mayor margen de error. En cuanto a mí, tuve un miedo espantoso. Anoche oí de nuevo la voz de Eufemia.

–¿Oíste...?

–Soñando, estúpido. Me habló de la liquidación de Harrods, fijate que yo estaba obsesionada con unas carteras que tienen un clip así, te das cuenta, todo trabajado.

–¿Qué te pareció Eufemia, chiquita?

–Atroz, Insecto. Yo creo que Narciso es un buen ventrílocuo. Lo malo es que algo brillaba sobre la cabeza de esa muchacha, la hermana de Jorge. ¿No sería un juego de espejos preparado por los Vigil? Son la piel de Judas, esos dos. Buenas noches, Jorge.

–Te vas a dormir, ¿verdad, Moña? –dije sin darle tiempo a más–. Vení, vos, tomamos un taxi y te dejo de pasada. Moña, llevále esto al tío Roberto, ya me lo estaba olvidando.

Se quedó mirándonos, divertida, con el sello de Portugal en la mano abierta. Yo tenía pensado preguntar en seguida a Jorge qué pensaba de la sesión, pero apenas entró en el taxi se puso a hablarme de Laura con tal prisa que me desanimó. Me fumé un cigarrillo y padecí una rabia seca y breve, caliente como un bife en plena cara.

 

 

 

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