III
–I gotta
right to sing the blues, I gotta right to mourn and
cry –nos informó Lena
Horne. Todos la queríamos bastante
entonces, y oímos la canción de punta a punta. El Cuyano pasó bajo el puente de Avenida San
Martín, y oímos sus pitadas de desollado vivo. Jorge se enderezó en el sofá,
rígido.
–Hembra de plesiosaurio recibiendo un enema de vitriolo –dijo, y se
volvió a acostar–. He’s got a right to spit his steam –murmuró
–Los trenes enhebran la
noche como agujas de radium. Mucho más bonito y
además con un toque de vulgarización científica. Quiero que pintes, Renato.
–No, la cosa no camina.
–Marta lo miró perpleja, esperando que dijera otra cosa–. ¿Por qué me mirás así? Te digo que no camina, las cosas están ahí pero
no las veo.
–¿Pongo el otro lado del
disco? –dijo Susana–. Nada menos que Moanin’ Low.
–No, sigamos charlando –le
pedí–. Venga a sentarse con nosotros, Sú. Algo de
raro hay aquí esta noche, y todos tenemos un poco la culpa. Jorge está
soñoliento, Marta se ha puesto didáctica. Ayúdenos, Sú.
Era el gran conjuro, el perdido máximo. Cuántas
veces le había oído yo a Renato la misma frase: “Ayúdame, Sú”.
Botón suelto, ensalada sosa, horario perdido, moscardón o avispa en el taller.
Ayúdenos, Sú. Sea la gran superintendente de los
juegos. La controladora de los juegos de agua, oh sí,
Sú.
–Por lo menos dejámelo ver un poco –dijo Marta desde su rincón. Estaba
metida en un viejo sillón de cuero con tajos por todas partes y tenía las
rodillas más altas que la cabeza–. Quitale ese trapo
colorado, Renato, quiero verlo y entenderlo.
Renato se enderezó
suspirando. “Mujeres de mierda”, me pareció sentirlo pensar. Pero descolgó la
vieja bata y puso el cuadro en un ángulo opuesto al ventanal para que todos lo
viésemos a la luz de una lámpara que ajustó con lento cuidado.
–El pulpo del Insecto
proclama el nacimiento de los grandes sueños –dijo Jorge que tenía la cara
tapada con El Hogar–. Me está dando
una acidez precursora de la lava incontenible.
Susana había venido a
sentarse en mi sofá, y yo le acaricié apenas la mano, sintiendo esa rara
impresión de frío en el vientre que me causaba la cercanía de Sú, la tibia firmeza de su piel que apenas rozaban mis
dedos.
–Es un cuadro más –dijo
Susana para que sólo yo la oyera–. No veo que se distinga de otros de Renato.
–Afirmaba demasiado para estar segura, y me pregunté si las tonterías de Marta
no empezaban a influir también sobre ella.
–Todo está en el trampolín
–le dije al oído, acordándome de las palabras de Renato en el baño–. Eso es lo malo de la pintura
literaria que hacen estos tipos. Con Cézanne se
estaba más tranquilo.
–¿Quién dijo Cézanne? ¡Cézanne! ¿Quién cuernos
dijo: Cézanne?
–Yo, Jorge. Cézanne era un pintor francés.
–Cézanne
es un acantopterigio, un objeto helicoidal. Marta, eso va a venir, ya sabés que de la puntuación me ocupo yo después.
Marta corría en busca del
cuaderno de taquigrafía, pero Jorge se inmovilizó otra vez, indigestado y
turbio en la penumbra.
Solté la mano de Susana y me
puse a mirar el cuadro. Sentí que me apretaban el tobillo, era el gato Thibaud-Piazzini frotándose y
mayando. Me lo puso en los muslos aunque hacía un calor del
demonio, y estudié el cuadro. Renato había vuelto a su reposera,
y miraba a Marta que alistaba el cuaderno. Me fijé que Sú
tenía los ojos en Renato, como vigilándolo. Thibaud-Piazzini me lamió dulcemente la palma de la mano, y se puso
a ronronear con delicia.
No hay mucho qué decir del cuadro, pero en
principio esa atmósfera de soledad que no se tiene nunca en los sueños aunque
después, mirando un cuadro, se piense extrañamente que es una soledad onírica.
Del horizonte avanzaba brutalmente hacia el primer plano una calle de grandes
adoquines convexos, apenas esbozados por Renato. La calle dividía el cuadro en
dos cuarteles, enteramente distintos aunque bañados por la misma luz incierta.
No era de noche, más bien al amanecer, el poco cielo que se colaba en el ángulo
superior izquierdo tenía esa coloración deprimente de las cinco de la mañana,
entre topo y tierra clara, con una sola nube fija y recortada como un ojo
anatómico. Renato había trabajado con extraña paciencia en esa nube, la única
cosa concluida y con valor propio en el cuadro. Pero uno no podía dejar de
fijarse inmediatamente en las dos figuras erectas, la del cuartel de la derecha
en primer plano y casi de espaldas, la otra en segundo plano y delante de la
puerta de la casa que dominaba con su curiosa estructura la mayor parte del
cuartel de la izquierda. Esta segunda figura también estaba casi de espaldas, y
parecía una reproducción en escala reducida de la primera. Sólo que la primera
tenía una espada en la mano y la apuntaba hacia la segunda.
Todo esto (salvo la nube) estaba trabajado a
medias. El cuartel de la derecha se encaminaba a ser un terraplén (tal vez en
lo alto pasaba una vía férrea, invisible en el cuadro, o era el final de una
colina o una barranca); se veían algunas piedras, plantas de formas casi
hieráticas, apenas acusadas con golpes de color. La figura armada se tenía de
pie en el sitio exacto en que concluía el terraplén y daba comienzo la calle;
uno de sus pies –bastante trabajado– se
posaba en el cordón de la vereda. Peor en lugar de vereda había una angosta
faja de tierra pedregosa, y en seguida trepaba el nivel hasta formar el
terraplén.
Renato había trazado el
perfil general de la primera figura, que me hizo pensar por un momento en the lofty and enshrouded figure of the lady Madeline
of Usher. Aunque la
espada, parecida al modelo de espada celta que figura en la Enciclopedia Sopena en dos tomos, llevaba a pensar en un hombre, la
figura producía una impresión penetrantemente femenina, sin que pudiera
precisarse por qué. Al igual que la otra, estaba envuelta en una vestidura de
pliegues colgantes que ocultaba enteramente el cuerpo y se prolongaba por el suelo como una pequeña sombra
plástica. Renato no había trabajado los pliegues aunque en el dibujo general se
advertía su intención; de manera que la imagen
constituía un a modo de columna cuyas canaladuras se adaptarían luego a la
flexibilidad del paño. Tenía algo de ídolo de piedra, de imagen arrancada
bruscamente de su hornacina. Tampoco la cabeza estaba más que apuntada por unos
elementos ligeramente trazados, era el lugar donde menos había trabajado Renato,
precisamente porque en él habría de definirse el carácter de la imagen.
La figura de la víctima –uno pensaba en seguida que era la víctima– aparecía como devorada por
la mole de la casa que se extendía en el cuartel siniestro. En realidad Renato
no había diferenciado aún suficientemente los planos del color, y las paredes
se tragaban a la figura, que apenas se distinguía por hallarse de pie delante
de la ancha puerta de doble hoja; presumí que Renato pintaría de claro aquella
puerta, hasta sospeché un aldabón negro, un llamados como los que Alberto Salas
ha descrito con tanta intimidad. A ambos lados de la ancha puerta había
ventanas, también anchas y bajas, con pesados batientes ya casi terminados de
pintar. Cornisas fin de siglo formaban pequeñas marquesinas sobre la puerta y
las ventanas, y aunque el techo era invisible supe con toda certidumbre que
tendría balaustrada con aburridos balaústres corintios. Detrás habría una
terraza de baldosas coloradas, tinajas con malvones, etc.
Puerta y ventanas estaban
cerradas. La figura parecía encaminarse hacia la puerta, al llamador aún no
pintado. Literariamente pensé: “Cuando Renato pinte el llamador, la figura
podrá entrar”. Pero la espada estaba ya concluida en la diestra de la primera
figura.
–Hoy hablamos de pesadillas
–dije–. Pero esto es tan otra cosa. Tal vez si pudiera fotografiarse una
pesadilla se lograría alguna escena con esta fijeza. Porque en el sueño la cosa
es distinta; vos ves las cosas así, pero las ves un sólo instante, sin
fijación; apenas un augenblick,
piensa en la etimología de la palabra. Algunos cuadros de Tanguy
son lo más cercano a los paisajes de mis sueños; pero tendría que verlos un
instante, entre un encender y apagar de linterna; si dura más la cosa se
concreta, se proyecta, salta de este lado. Il ne tangue pas
assez, ton Tanguy. Mais regarde les fréres, René, vois ça.
Il ne tanque pas assez, ton Tanguy. Mais regarde
les fréres, René, vois ça.
–El pobre está enfermo,
déjenlo en paz –se quejó Marta. Estrujaba un pañuelo en agua helada y lo ponía
en la frente de Jorge, que estaba de un lívido verdoso–. Tu maldito pulpo, a mí me da vueltas en el
estómago.
–La influencia innegable de
Víctor Hugo –dijo Renato–. Nadie se come un pulpito sin que su inconsciente se
sienta Gilliat y entable el gran infighting
en la panza. ¿Por qué no le das bicarbonato, Sú? Ayudalo un poco, que vomite en el acuario y asunto acabado.
–La sorda esperanza del
becuadro –dijo la voz de Jorge, entre dos hipos–. Hace días que me trabajaba la
idea de las alteraciones musicales. Pienso en bemoles, en claves alteradas.
–La Nature
est un temple ou des vivants piliers... –dije, y fui a
mirarlo llevando en brazos a Thibaud-Piazzini–. Estás muy bien, Jorge. No se nota en absoluto
que vas a morirte. Jorge, ¿por qué no me dictás un
poema testamentario? Dejo mis becuadros a Renato; mis libros de la colección
labor a Susana, mi guía Peuser al Insecto...
Susana pasó el brazo por el
cuello de Jorge, lo enderezó como a un chico y le hizo tragar medio vaso de Alka-Seltzer. Como resentida por
la intrusión, Marta vino a sentarse a mi lado y me quitó a Thibaud-Piazzini.
–Narciso lo curaba con unas
palabras –me dijo enfurruñada–. No precisaba esas inmundicias que le hacen
tragar. Yo quiero que él se mejore y me dicte el poema.
–¿Querés
uno de los míos? Yo escribo sonetos.
–El soneto / pequeño feto /
se destaca / pues huele a caca –dijo Marta escandiendo cuidadosamente los
versos de cuatro y de cinco–. Quiero que Jorge se mejore. Quiero que Jorge se
mejore. Quiero que Jorge...
Renato le alcanzó un vaso de
caña seca.
–Nada de exorcismos esta
noche, pequeña. Otra vez traete a tu Narciso y
entablaremos comunicación con los del otro lado. Tu Jorge parece que quiere
vomitar.
Entre Sú
y Marta se lo llevaban, era gracioso ver a Jorge arrastrando los pies entre las
dos que se disputaban tironeando el derecho de conducirlo. Oímos correr el agua
del lavabo, nos miramos sonriendo.
–Mocoso de mierda –dijo
Renato con ternura.
–Hm.
–Bueno, ya se le pasará.
–Puso otro reflector iluminando el cuadro, anduvo entre sus cosas de la mesa de
dibujo y emergió de la sombra con una paleta en la mano–. Hay algo en ese
terraplén que no me gusta. Debe verse bien y al mismo tiempo guardar cierto
contacto con la sombra, con algo menos material que el resto. Siempre he tenido
la impresión de que el cuadro comunica con el otro lado mediante el terraplén, si es un terraplén.
–¿Qué tiene que ver
Narciso con este cuadro? –dije sin
mirarlo.
–Nada que yo sepa.
–Pero hoy no pensabas así.
–Ah, hace un rato. No era
por Narciso, era por Marta. Vos sabés que Marta está
rara con este cuadro. Está “psíquica” como traducen en los cuentos de
fantasmas. Naturalmente eso me llevó a pensar en Narciso, mon
cher monsieur Dupin.
–A Marta le gusta.
–Sí, le gusta, pero a mí no
me gusta que le guste.
Marta oyó a Renato cuando
entraba con Jorge repentinamente aliviado y sonriente.
–Y a mí no me gusta que a
vos no te guste que a mí me gusta –le dijo furiosa–. Me parece perfectamente
estúpido que te pongas en la postura de pintor maldito, que sólo espera
sarcasmos.
Me pareció que no era eso lo
que pensaba, y que su inquietud provenía de no poder definir por sí misma sus
sentimientos. Renato le soltó una palmada cariñosa pero ella lo rechazó y vino a sentarse a mi lado
después de echar a Thibaud-Piazzini.
Mientras se bebía la caña miraba francamente el cuadro, ladeando por momentos
la cabeza y haciendo muecas.
–Después de todo, lo que
importa es mirarlo como un cuadro –le dije–. ¿Por qué andas buscándole otras
cosas? Lo mismo con los poemas de tu hermano, vivís explorando alusiones,
símbolos.
–Narciso dice que todo está
ahí.
–¡Mentira! –gritó Jorge
desde su sofá. –Es simplificar demasiado las cosas. Narciso se limita a
aconsejar que desdoblemos la mirada, pero sólo si se presiente algún valor
excepcional. Te imaginarás que cuando como sopa de sémola no voy a quedarme
hecho un idiota sobre el plato.
–Te conozco un poema sobre
cierto cepillo de dientes –le dije malignamente.
–¿Y por qué vas a acercar la
poesía a la metafísica? Son dos modos y dos conocimientos. Aquel cepillo había
ahondado en las muelas de una muchacha que yo quise mucho y que se llevaron a
España. Había rozado esa emergencia de su esqueleto, la afloración de su
sistema abisal, el mundo de su sangre. Te digo que ese cepillo era un objeto
saturado de poesía.
–Y de piorrea –dijo Marta
que odiaba a la mujer de España–. Y tu cuadro está saturado de una cosa impura
que lo hace como una niebla. Desde que lo empezaste, a las tres rayas ya se
veía el aura.
–¿De veras que le ves el
aura? –dijo Jorge interesado.
–No, nunca vi aura alguna. Es una sensación de aura.
–Aura y se fue –dije yo que
soy un jodido–. No hacemos más que rondar alrededor de tu Narciso. Nos hemos
pasado el día en eso, desde que llegué. Me gustaría conocerlo, qué diablos.
Ustedes aprovechan mis viajes para traer gente interesante al taller de Renato.
¿Y por qué no viene más? –dije con violencia y mirando de frente a Jorge.
–Porque me parece que a
Renato le cae como el culo –dijo Jorge pensativo–. Vino dos o tres noches,
hicimos unas sesiones y después no lo invitamos más.
–¿Pero ustedes lo ven fuera
de aquí?
–A veces, en V4. Pero poco.
–Le tienen miedo –dijo desde
la sombra la voz de Renato. Volvió con unos tubos y pinceles–. Y él lo sabe, y sabe
que yo no le tengo miedo.
–Eso es una idiotez –murmuró
Jorge con petulancia–. ¿Vos qué decís, Marta?
–Yo tengo sueño, y el pulpo
me camina. Quiero que Renato pinte, no quiero que Renato pinte. –Miró
esperanzadamente a su hermano, en el deseo de que él quisiera hacer poesía.
Jugaba con el cuaderno de taquigrafía y yo, que me había inclinado para
levantar a Thibaud-Piazzini,
vi que le temblaban un poco los dedos.
Renato trazó una línea
parada y espesa en la pared de la casa. Me senté cerca de Susana, y le acaricié
despacio la mano, y sentí subir en mi vientre esa pequeña sensación de frío,
como un surtidor que abren y cierran instantáneamente.
I-II
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