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Hablo de un tiempo distante
y ya cinerario, cuando éramos varios y vivíamos lo que digo aquí, un poco para los
demás y casi todo para mis días feriados que relleno infatigable con palabras.
La naranja se abre en gajos translúcidos que alzo al sol de una lámpara para
ver entre la linfa del glóbulo sombrío de las semillas. De uno de los gajos
salen los Vigil, ahora estoy con ellos y los otros en
la casa de Villa del Parque donde jugábamos a vivir.
Jorge cultivaba la
introspección, decía poemas automáticos con infaltable belleza. Aplastado
contra la mesa de dibujo, el pelo entre papeles canson
y carbonilla, murmuraba para sí las melopeas
preliminares que lo ponían en trance.
–Está aceitando la bicicleta
–me dijo Marta que escogía entonces la imagen violenta–. Vení
a ver esta hermosura.
Me acerqué al ventanal que
daba al oeste. El paisaje agronómico quedaba detrás de un toldo a rayas naranja
y azul, pero alguien había cubierto un agujero rectangular por donde entraba el
sol de las cuatro mezclado con pedazos de figuras y de nubes.
–Mirá
desde aquí, es un Poussin fabuloso.
No era en absoluto un Poussin, más bien un Rousseau,
pero la óptica de la tarde, el calor, algo en ese trozo de exterior calando por
el toldo, le daba un relieve del que no podía uno escaparse. Inclinándome en el
ángulo que me exigía Marta vi la razón de su
maravilla. En un campo a tres cuadras, al borde mismo de la facultad de
agronomía, un montón de vacas pastaba a pleno sol, blancas y negras con
infalible simetría. Tenían algo de mosaico y cuadro vivo, un ballet idiota de
figuras lentísimas y obstinadas; la distancia impedía apreciar sus movimientos,
pero fijándose con atención se veía cambiar poco a poco la forma del conjunto,
la constelación vacuna.
–Lo fantástico es cómo caben
dieciséis vacas en este agujerito –dijo Marta–. Ya sé lo de la distancia, etc.
También con un dedo se tapa el sol, blah blah. Pero si te fiás solamente
de tus ojos, por un momento solamente de tus ojos, y ves esa calcomanía
purísima ahí lejos, todo perfecto el campo verde las vacas negras y blancas,
dos juntas, otra más allá, tres en hilera y recortadas, lo estupendo es la
irrealidad de esas figuras tarjeta postal.
–El marco del agujero ayuda
a la ilusión –dije–. Cuando llegue Renato le podríamos pedir que lo pinte.
Realismo mágico, dieciséis vacas celebrando el nacimiento de Venus en un
amanecer tórrido.
–El título está bien, sin
contar que sería la única manera de convencerlo a Renato que pinte algo que
vemos los demás. Aunque su cuadro de ahora es bastante fotográfico.
–Bueno, sí. Pero fotográfico
a la manera marciana o a través del ojo facetado de una mosca. Imaginate fotografiar la realidad a través de un ojo de
mosca.
–Prefiero mis vaquitas. Miralas otra vez. Insecto, miralas
otra vez. Lástima que Jorge duerma; hubiera sido bueno hacérselas ver.
Ya sabía yo lo que iba a
pasar. Jorge movió convulsivamente un brazo, enderezándose a medias sobre la
mesa de Renato. Estaba un poco pálido, miraba fijamente a su hermana.
–Escuchá,
zonza, ya lo tengo. Oigan los dos, ahora va a
empezar. La palabra es menta, todo
nace de ahí, lo veo todo pero no sé qué va a ser. Ahora esperen, la sombra de la menta en los labios, el
origen sigiloso de ciertas bebidas que se degustan bajo luces de humo, tornan
alguna vez como palabras y se agregan al recuerdo para no dejarlo andar solo
bajo las antiguas lunas. (“Buen poema”, me dijo Marta al oído mientras
escribía velocísima). Todo esto es vano,
lo importante permanece en la actitud sobria de los edificios y las nubes
bajas; sin embargo forma parte de vidas ya depositadas en el fondo de vasos
secos, con huellas de labios en el borde donde el polvo del amanecer se decanta
innumerable.
Así es como recuerdo un anís seco y penetrante bebido en una casa de la
calle Paysandú; una aloja devorada por el alto calor de Tucumán, y una
granadina flor de fuego en un café japonés de Mendoza. En esta tierra de
profundos vinos la geografía está colmada de sabores rojos o áureos, mostos
picantes de San Juan, botellas de Bianchi cuyano y
breve gloria en fuste altísimo de los Súter
legendarios. Este vino es un caracol andino, aquél una noche sin sueño y
transcurrida de acequias, y el más amargo y humilde, el vino de almacén en
calles de tierra y sauces crecidos, las orillas de Buenos Aires donde el hastío
llama la sed.
Jorge se detuvo para
respirar ruidosamente, hizo un raro gesto con la boca.
–También es justo inclinarse sobre la diáfana pequeñez de los
aguardientes, que... Mierda, ya no anda.
Se enderezó jadeando. El
color le volvía a la cara, pero aún estaba ausente a medias. Se tiró en una
silla.
–Demasiado espectáculo para
tan poco –me dijo Marta–. Parece un catálogo de Arizu.
Me gustaron más los de anoche, le salieron de golpe y perfectos. ¿Vos los conocés, Insecto?
–No.
–Se llaman “Poemas con osos
blandos”.
–Cada oso tendrá su reloj
–dije maliciosamente–. También hay plagios automáticos.
–¿Y qué es un plagio, querés
decirme? Hay que analizar la idea del plagio desde sus comienzos. ¿No ves mis
vacas? Una plagia a la otra, dieciséis plagios en
negro y blanco; el resultado, una estupenda tarjeta estilo idiota. Obra
maestra.
–Marta, Marta...
–canturreé yo con M’appari. Pero
Jorge la miraba despacio, descomponiéndola en trozos; recuerdo que se quedó un
segundo entero mirándole la hebilla del cinturón.
–¿Lo copiaste, Marta? ¿Qué era?
–Un tratado de enología,
precioso mío. Pero ya sabés el convenio, no lo leerás
hasta mañana. Los rompe, Insecto; una se los da, y el tipo encuentra que no son
suficientemente geniales y los rompe.
–La brocha del silencio
escribe para ti la palabra hija de puta –dijo Jorge pensativo–. Y ahora me
dedicaré a las diagonales, el mate amargo, a descifrar la conducta de las coccinelas.
–Buen material –le dije con
mi mejor ironía–. Curioso cómo ustedes los automáticos se trabajan con todo
orden para la próxima sesión.
–Aceitan la bicicleta –dijo
Marta.
–La gimnasia del corazón se compone
de numerosos movimientos en balanceo y en salto abajo –observó Jorge, mirándome
y sonriendo–. Bueno, basta de poesía. –Realmente era capaz de salir del trance
y recomponerse en un momento. Hizo un par de flexiones de cintura y se acercó
al ventanal. –¿Qué macaneaban ustedes sobre unas
vacas? –Miró el trocito de paisaje y se puso serio. –Hay algo ahí. Constelación
vacuna, placa microscópica, pulgas tobianas amaestradas. De todo. Tenías razón,
Marta, es una estupenda tarjeta. ¿Se la mandamos al tío Tomás? “Con nuestros
mejores recuerdos desde estos hermosos prados, los Vigil”.
–Le gustan los versitos.
Mejor uno de los tuyos.
–Bueno. “Desde estos
hermosos prados, tus sobrinos abnegados”.
–Excelente, se ve tu
talento, tu osadía. Oíme, ¿puedo adelantar una
sospecha?
–Sí. La respuesta es no.
–Jorge, vos acabás de dictarme ese poema.
–Vos lo copiaste porque se
te dio la gana, aparte del convenio que tenemos.
–No te hagás
el estúpido –murmuró Marta yendo a sentarse en el viejo sofá de Renato–. Sabés muy bien lo que quiero decirte. Ese poema ya estaba
compuesto. –Miró de reojo las carillas–. En esta
tierra de profundos vinos... Nunca decís cosas así, salvo que las pienses.
Jorge me miró haciendo una
mueca.
–Las hermanas inteligentes,
qué peste. Vos sos mi escriba, yo te doy lo que
sabemos por cada poema que me copiás al vuelo. Está
bien, admito que parte de esto estaba masticado. Los hago antes de dormirme,
frases sueltas, cosas que vienen mezcladas con los fosfenos y los semisueños. Pero después hay que provocar el total, la
puesta en marcha. ¿Vamos a hacer café, Insecto?
La cocinita estaba al lado
del taller. Oíamos canturrear a Marta mientras poníamos el agua y Jorge,
midiendo cucharadas de café, las precipitaba en un pañuelo que servía de
colador.
–Qué bestia es Renato –dijo
mostrándome el pañuelo–. Es capaz de repetir las inmortales hazañas de don Luis
Molla, apotecario.
Los dos salmodiamos a coro:
El boticario don Luis Molla
Se lavaba la pija en una olla.
Mas su esposa, ignorante por entero,
Con el agua de la olla hizo un puchero.
Y luego de una pausa majestuosa:
Moraleja: Nunca digas
DE ESTA AGUA NO BEBERÉ.
–Cantamos notablemente –dijo
Jorge–. ¿Oíste, Marta?
–Buen par de asquerosos, vos
y el Insecto. Doble café para mí. Escriba fatigada requiere balones oxígeno
suminístrasele auxilios Reuter.
–¿No llegaremos a un estilo así? –murmuró
Jorge, colando el café con gravedad–. Fijáte en la
economía, hasta la belleza de ciertas estructuras. Eso estuvo muy bien: Escriba
fatigada requiere balones oxígeno. Los Vigil somos
inteligentes. Yo, por ejemplo, advierto que Renato está medio loco desde hace
una semana.
–Renato está algo más loco
que antes de la última semana –mejoré.
–Renato es loco –dijo Marta desde fuera–. Les lleva esa ventaja a ustedes
dos que son meramente estúpidos. La poesía de Jorge es poesía estúpida, y
terminará por imponerse. Hay que cultivar la estupidez. Manifiesto de los Vigil, criaturas de excepción.
–Excepción el Africano –rió Jorge–. Llegado a Capua,
Aníbal entregase a una vida de licencia desenfrenada. Las delicias de Capua, les dicen. Traducí eso a
tu estilo, Marta.
–Llegado Capua
Aníbal meta farra.
–Cinco palabras, tarifa
reducida. Nuestro querido y difunto padre, el señor Leonardo Nuri, ¿habrá trabajado alguna vez en el correo? ¿Pensaba en
un telegrama la noche en que te hizo?
–Yo pienso en Renato –dijo
Marta–. Yo pienso que Renato está afligido, que no llega, que me gusta su
cuadro.
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